viernes, 8 de febrero de 2019

Feria del Libro Antiguo y de Ocasión




Por la alfombra de piedra natural extraída del Cabezo Gordo tus pies legañosos olfatean la Gran Vía Alfonso X, el tontódromo, ese trozo de la Murcia más derechona y pija. Allí atrincherada en sus casetas está la Feria del Libro Antiguo. Te entran ganas de vomitar al ver tantos libros tumbados, dormidos, desaprovechados al sol nítido y reconfortante de un febrero taciturno, remolón y mañanero. Tus ojos se quedan patizambos al contemplar el libresco regimiento aireando en ristre las lanzas de sus letras abatidas, banderas de sus obras en el lomo desolado de sus títulos rendidos.

Al descubrir bajo el cristal azulado de un cielo invernal y transparente tal cúmulo de historias, ensayos, tratados, libros de poemas, incunables, novelas, diccionarios, colecciones… sientes en tu cuerpo el peso ilustrado e hiriente de tanta tropa ambulante, librería-batallón en sus estantes acuartelados. La soldadesca aburrida juega a las tres en rayas. Cohortes comandadas por capitanes-vendedores, todos ellos cortados por el mismo patrón de sastre, hombres melenudos, de barbas anarquizantes, pantalones de pana, gafas a lo Lennon, coloquiales. Las hay también amazonas al frente, mujeres amables, de mística belleza, piel suave, aceite virgen extra tras los mostradores perfumados de incienso clasificando por materias los anaqueles. Sorteas las huestes cual un Villarejo agazapado por ver la manera de encontrar el libro de tu vida que a ti te ponga a salvo en medio de la babélica contienda de este mundo destartalado en el que habitas. Te sientes abrumado por tanta tinta en litigio. Cansado y triste al ver la comitiva de los libros en el campo de batalla acribillados. Entre tanta oferta no das abasto a nomenclatura tan surtida, no aciertas a elegir el relato de tu preferencia. Basta que te metan con calzador las polainas del cerebro a la medida de otro para echar por alto tus instruidas patas traseras. Hecho un lío en medio de tanta escritura desigual, vario pinta y contrapuesta.

Allí están Ana Frank, El Principito, Vázquez Figueroa, Conrad, Julio Verne, Hitler con su Mein Kampf, El Señor de los Anillos, Un Mundo Feliz de Huxley, Rebelión en la granja de Orwell, la Carta Fundacional de Murcia, Jaime Campmany Valcárcel,… y tantos y tantos otros. La cabeza te da vueltas. Fechas, autores en remolino. Confusión y aturdimiento.

Miras pidiendo ayuda a los naranjos bordes de la explanada, a las farolas inteligentes, a las palmeras despeinadas, a la pareja de viejos que toman chocolate en El Diez-Capricho-Bar. Te sientes peor y acorralado, como un presidente acosado por la oposición, por barones y delfines, los mismos suyos y las propias contradicciones de sus desmentidas promesas electorales. Loco, loco como don Quijote, que de mucho leer se le secó el cerebro. Ni siquiera los dragones del coro alto de santa Clara se percatan de tu indisposición lectora. Decides irte poco a poco, desilusionado, desprovisto de tu libro, el que viniste aquí a buscar sin conseguirlo. No sé quién dijo que todos acabamos siendo un libro. Los hay que no llegan ni a panfleto.

Dos palomas con sus banderas blancas se posan sobre las tapas pulidas de unas crónicas murcianas escritas por dos reyes a la par, el uno Lobo y el otro Sabio. Las campanas de la catedral tocan a duelo. El Arco de santo Domingo dobla su medio punto. Le preguntas a la estatua del sardinero del pito: ¿Por quién doblan las campanas?

Una señora se acerca y te dice: Las campanas, nene, lloran por los libros muertos.

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