viernes, 15 de febrero de 2019

El cortijo blanco






Junta jovial entre casual y deseada de unos pocos y buenos colegas íntimos.

Cual el VAR asistente de un árbitro capaz de detener la jugada crucial de un partido, así quisiera yo ahora, después de varios días de aquel encuentro, eternizar el encanto del que fuera parte y testigo. Una emoción inmensa.

Las hojas empinadas de los olivos del rústico pórtico de la hacienda dan su bienvenida plateada de cobre y escultural hechura a los amigos.

Un patriarcal señorío, fresca mansión, torre, refugio-fortaleza, abrevadero de peregrinos sedientos en busca del tesoro de la soledad y otros ungüentos para el alma cansada y jornalera. Al frente de este hierático rincón emblemático del Valle del Bajo Guadalentín, generoso un anfitrión recibe hospitalario a los invitados. El Cortijo Blanco. Locus amoenus, del que hablara Petronio. Paz y sosiego para un Quijote loco y enamorado. Lugar propicio para los arrumacos del ruiseñor y la golondrina. Delicia para los abrazos del olivo y el aljibe. Tálamo de Dafne y Apolo. Recóndito retiro para los amores imposibles entre Beatriz y Dante.

Guardar quisiera hoy uno a uno todos los suspiros y lamentos, las alegres castañuelas del viento sobre las ramas inflamadas de estas oliveras centenarias. Ancestral deseo de convertir el recuerdo, al evocarlo, en presente prolongado y sostenido, para que los escardadores del tiempo no echen a perder las ramas de las faenas de antaño.

El aire que viene de la Sierra de Carrascoy embebe con sus aromas los labrantíos: tomillo, carrascal, romero y semillas de mariposas blancas. La alfombra recién labrada de la fértil tierra acoge a los recién llegados, cual insignes dignatarios, oriundos de una humilde ciudad-pueblo-clase sin enseñas patrias, ni otros presupuestos que tengan que ver con las finanzas fácticas. A todos ellos les une la misma vieja esperanza, ver al lobo y al cordero, al ángel y a la culebra, a Dios y al Diablo en compañía, trepando, paciendo, laudeando salmos por este delicioso jardín de las Hespérides.

Una hilera de cipreses joviales y nostálgicos, vestales brindando con sus copas en alto, lámparas de aceite virgen, mantiene encendidos nuestros ojos deslumbrados ante tanta belleza natural, enfervorecida, joven, vieja, verde y nueva, embrujos de silencios eternos.

Dentro del caserón, los espaciosos corrales, los aperos de labranza, las tinajas del rojo-protector inflamadas, las cenizas de la gran chimenea de lustros pasados aún calientes, las camas limpias, preparadas para el reposo, unos poemas de Joan Maragall, las carpetas de cartón-vida esculpidas, los retratos, la trampilla por la que se accede al diván de las pasiones, las ventanas-miradas de unas nubes-relatos que lo mismo nos dan la mano, que se escapan más allá del poder, de la ermita de Belén, las palabras, las montañas...

Los amigos pasan ahora al festín del refectorio, improvisada y expedita mesa bajo el baldaquino de un cielo limpio, despojado de oropeles, al raso azul de un coloquio en el que el queso, el jamón y el vino compartido son las mejores réplicas y argumentos. Las doradas mieses que por aquí dejaron para nuestro actual sustento sus antepasados. Mística estancia embriagada. Tragos y batallas. Tambores de reyertas. Trompetas de victoria.

Los amigos de ayer, hoy y mañana se dicen adiós con sus almas entrelazadas al caer de la tarde enseñoreada. Contemplan por última vez los olivos invencibles del Apocalipsis. De los añosos troncos de las oliveras centenarias del Cortijo Blanco, al despedirse, ven brotar de los viejos árboles rejuvenecidas, inseparables, sus esperanzas.

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