Los recién casados se desvían por Bailén en dirección a Granada. Quieren llegar a Montefrío, visitar a la madre de la novia. Su hermana mayor, la Toñi, joven viuda y sin hijos, al morir el padre, se hizo cargo de la madre, por lo que se vino de nuevo a vivir al pueblo. Así pues, por razones de espacio, la joven pareja que acaba de llegar se instala en la habitación donde el padre, aquejado de un incurable cáncer de colon, murió y pasó sus últimos meses de vida. Tienen que dormir en la misma cama que el padre había muerto tan sólo dos años antes. La hija menor, la recién casada, recuerda ahora el velatorio que se llevó a cabo aquí mismo en esta sala, los llantos, las despedidas. El olor a cera. La tapadera de caoba barnizada del ataúd sobre la pared. El cuerpo presente del padre aún sin tapar. Las puntillas del sudario. El pésame. La desolada cara de su madre junto al féretro las veinticuatro horas interminables que duró el duelo. Los callados menesteres de los trabajadores de la funeraria...
Grandes ganas tienen los recién casados de hacer el amor esta noche. Un largo viaje los ha traído desde Burgos. La pareja ha establecido en Aranda del Duero su residencia, muy cerca de la fábrica Leche Pascual, donde trabajan, donde se habían conocido. A los tres meses de salir juntos, se casaron por lo civil. Sin invitaciones ni alharacas. Quería la hija por tanto venir a ver a su madre y a la hermana, que conocieran su nuevo estado, su alegría, su estrenado amor, un buen mozo de ojos claros, brazos musculosos, de piel tostada y andares seguros.
La atracción de la pareja es mutua. El cansancio que acumulan, el sentirse acogidos y celebrados por la familia, la cena, (el puré de calabaza, la ensalada de cohetes y pimienta negra, el queso con uvas y miel), multiplica aún más el deseo de estar juntos. La pasión se desata a ritmos acelerados; pero de pronto el impulso de la mujer se viene abajo. Los recuerdos fúnebres, la muerte del progenitor, un triste halo invisible paraliza su impulso. Es la joven la que más sufre este sentimiento, no sabe si afín o contradictorio. Abierta pelea encarnizada entre el amor y la muerte. Un profundo entumecimiento detiene su libido. No hay clímax. La mujer llora su impotencia desolada. En ese momento no está, (tampoco su cuerpo), para jugar con estos conceptos que parecen invalidarse el uno al otro. La muerte como culminación absoluta del amor. El amor como superación suprema de la muerte. Estas dos fuerzas del mismo signo y, a la vez, antagónicas, se apoderan también del hombre que no logra conciliar el sueño. Se levanta, Sin hacer ruido entra en el salón. Enciende la pequeña lámpara de mesa. Allí encuentra el Ars Amatoria de Ovidio. Es de la Toñi. No es justo en pleno hervor -piensa el joven cuñado- quedarse ayuno de amores. Abre el libro. Y allí en la página 19 acierta a leer:
No siempre florecen las violetas y los lirios abiertos, y en el tallo en el que se irguió la rosa quedan las punzantes espinas.
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