sábado, 26 de enero de 2019

Coto Ríos




(Agosto de 1980) 


Estamos en el corazón de la Sierra de Cazorla. A unos veintitantos kilómetros después de pasar la orilla derecha del pantano del Tranco. Coto Ríos nos da la bienvenida. Plantamos la tienda cerca de este pueblecito de reciente creación, no más de cien casas, todas ellas limpias, encaladas. Sus puertas y ventanas de madera, recién pintadas de verde. Una pequeña explanada junto al Guadalquivir nos extiende su mano abierta. Camping libre. Nos encanta este sitio.

Decidimos quedarnos aquí hasta que nuestras provisiones nos lo permitan.. Para disfrutar de las grandes maravillas de nuestro pequeño entorno no es necesario desplazarse a los Alpes, o al Machu Pichu. Sinceramente nuestra cartera no da para tanto. Tampoco nuestro saltarín dos caballos. Estos parajes, esta sierra, estos bosques de aguas frías y manantiales retozones y cristalinos, cascadas de espuma deslumbrante, nada tienen que envidiar a los palacios del Taj Mahal. Esta sierra tiene su belleza para quien sabe detenerse y contemplar su encanto. Lugar lleno de hermosos contrastes y rincones que deleitarían al más insensible de los mortales.

Hace un calor de narices. Aun así nos sentimos gratificados por los aromas, la frondosidad, el abrazo de los árboles, la sombra, el canturreo de los pájaros carpinteros, las águilas reales surcando el cielo, bufones enormes, dragones fluorescentes y fluviales. Un sol entrometido y enamorado de nuestros cuerpos. Apolo no se deja amodorrar por la espesura de los pinares, las sabinas y los escaramujos. Someter nuestra agenda veraniega a las campanadas de un sol madrugador nos mantiene ágiles y gozosos durante el resto del día. A lomos de un madero por las aguas del río, junto a nuestros hijos, queríamos ir a Zelandia, atravesar las puertas de Plutón, llegar al Sexto Continente, descubrir la torre de Bujarcaiz, enterrada en el pantano de Beas cuando hicieron este embalse... Regresamos ya tarde. Cena frugal. La brisa y las estrellas, nuestras invitadas. Luego, al runrún invisible de los ecos de las montañas, nos entregamos a una noche preñada de sueños.

Al tercer día de nuestra llegada, abandonamos la tienda. Cargamos de comida y agua nuestras mochilas. Nos dirigimos al río Borosa. A cuatro kilómetros, un desvío nos lleva a una piscifactoría, criadero de truchas. Infinidad de estos pequeños pececillos son tratados desde su nacimiento hasta ser colocados, según su tamaño, en las diversas zonas estancadas del río para su desarrollo y repoblación. Dirigimos nuestra marcha hacia arriba, contra la corriente empeñada e impulsiva. A través de una pertinaz garganta de montañas sucesivas y paralelas, las aguas pacientes se abren paso rompiendo barreras y modulando el paisaje. Caminamos pegados a su margen. Un paseo sinuoso, singular y placentero. Las gentes de por aquí llaman a este sendero Cerrada de Elías, nombre que me recuerda aquel pasaje de la Biblia en el que al profeta se le pierde la vista montado en un carro de fuego a través de la montaña. Jamás fue encontrado. Tal vez fuese fulminado por la fuerza hipnotizadora de tanta belleza. A través de puentecillos de madera somos desviados a la otra orilla, entre grandes rocas despeñadas, arbustos y zarzas exuberantes, lianas y sombrajes. Nos detenemos para bañarnos en un pequeño remanso sembrado de grandes piedras, pulidas por el desgaste eterno de las rozaduras del fluir de las aguas. Nos despojamos de nuestra escasa vestimenta y, sobre las piedras vírgenes, boca arriba, respiramos llenando de entusiasmo el vivir de este precioso instante. Nos tendemos en estas piedras blancas y lisas cual losas de reposo eterno. Nos desperezamos fatigosos dejando hacer al sol y al aire lo que quieran con nuestros cuerpos relajados. Nos sentimos identificados con lo que nos rodea. Somos aire, verde y cielo. Recobramos fuerzas para continuar nuestro camino. Los pequeños riachuelos de agua que surgen improvisadamente desde cualquier arruga montañosa, alivio y regalo son para nuestro sudoroso caminar. Sería injusto no responder a tal ofrecimiento. Cada vez que vemos cualquier arroyuelo, fuente o remanso de aguas claras, que a cada paso nos sorprenden, nos detenemos y ponemos la cabeza debajo del chorro del agua, o bien metemos nuestros pies en el correr de la corriente para limpiar la suciedad de nuestros andares, para reemprender el camino acertado.

Nuestra tienda está situada en un pequeño valle llamado de Arance. Al frente, la falda de un pequeño promontorio nos resguarda de los vientos que sin avisar se desatan como caballos furiosos haciendo bambolear la estructura telar de nuestra casa. Esta tienda de campaña, desde los hierros que la apuntalan, los tirantes que la sujetan, el cosido de sus costuras, el voladizo de la entrada la hicimos nosotros mismos. Mi amigo Eduardo, propietario de un taller de marroquinería y yo, un inexperto en artes fabriles, confeccionamos esta textil suite habilitada para ser montada cual armada invencible contra cualquier contratiempo de la naturaleza.

Un pronunciado cambio en el curso del río empuja a la montaña hacia nosotros, reduce nuestro campo de visión, pero a cambio nos regala un recodo de apacibilidad, espacio íntimo y protegido para nuestro disfrute hogareño-montañés. A la cima de esta montaña nos encaminamos mi hijo y yo. Esta tarea nos lleva casi toda la mañana. Pensábamos hacer el recorrido la familia al completo, pero nos fue imposible. La noche antes, nuestro hijo pequeño se encontraba mal, 38 y 39 grados de fiebre. Tanto su madre como él no pueden acompañarnos. La escalada, llena de ilusión. Confiábamos que en el trayecto nos encontraríamos con Rodolfo, ese ciervo invisible que por las noches escuchamos alrededor de nuestra tienda en busca de comida. Lo único que encontró mi hijo fue un hueso largo. Papá mira, la pata de un dinosaurio. Por encima de nuestras cabezas, grandes pajarracos revoloteaban con grujidos repugnantes. Ahí van los buitres leonados en busca de carnaza. Hacia la mitad de la montaña hicimos un pequeño descanso junto a una fuente con dos caños de agua fresca que desde arriba se abría paso en solemne procesión danzante. En su descenso el agua generosa y festiva se detenía para regar los árboles por donde pasaba. Durante nuestro ascenso a la montaña tiempo tuvimos de hablar. Preguntas y respuestas entre un padre que no ha llegado a los cuarenta años y un hijo que aún no ha cumplido los cinco: ¿Papá, el agua de los ríos dónde va a parar? ¿Y por qué siempre el agua va para abajo? Otras veces simplemente expresábamos los descubrimientos y averiguaciones que a lo largo del camino se nos presentaban: ¡Papá, mira pisadas de un...! De pronto unos guardias salen a nuestro encuentro. Nos advierten:
Ustedes no pueden... Está prohibido subir arriba.
¿Acaso está vedado contemplar el monte?
No; pero antes de ayer allí en lo alto se originó un incendio. Y el peligro puede que todavía dure.
No muy lejos puedo llegar yo con un niño, -repuse, dándoles a entender mis dudas sobre el supuesto incendio.
Los guardias, creyéndome tal vez un cazador furtivo que se hace acompañar de una criatura para despistar cualquier contraorden, nos indican no continuar con nuestro camino. Yo como siempre, desconfiando de aquellos que visten de uniforme, dejé que los guardias se alejaran para de nuevo continuar nuestro ascenso. Afortunadamente y de acuerdo a mis sospechas no vimos rastro de incendio alguno.

La última noche de nuestra acampada en Coto Ríos fue climatológicamente trágica. La meteorología también modula, condiciona y erosiona nuestro carácter. Lo mismo puede ser bálsamo que bebedizo amargo. Por la tarde las nubes cubrieron todo el valle. Los vientos de poniente poco a poco fueron empujando a todas las nubes que encontraban a su paso hacia las montañas de Aguamulas. Las nubes se encasquillaron en las cumbres de las montañas dando origen a un espectacular despliegue de truenos y relámpagos. Ecos estrepitosos estallaban en apocalíptica sinfonía contra nuestros oídos. Nos encontrábamos de compra en el pueblo. Debíamos aprovisionarnos de algo para la comida en nuestro viaje de vuelta. Recuerdo que en ese momento yo conversaba con un vecino de este pueblo. En poco tiempo este hombre me puso al tanto de las singularidades de Coto Ríos. Entre otras cosas, me dice que los dueños de todos estos lugares fueron expropiados de sus tierras al declararse la zona como reserva nacional. También me habló que a este pueblo le robaron su bonito nombre. Bujaraiza suena mejor que Coto Ríos, -me confiesa. De pronto se dejan caer sobre nosotros gotas de lluvia como panes. Mi interlocutor me asegura muy confiado mirando fijamente hacia el cielo que aquella lluvia no era de temer. De lo que si deben tener cuidado ustedes es de los ventarrones. Por lo que veo se avecina un tremendo vendaval capaz de tumbar hasta el más engreído de los árboles. Me despedí no dando más importancia a las palabras del hombre. Hechas nuestras compras regresamos a nuestra casa de tela. Seguía lloviendo. Ya pasará –me dije.

Nuestro ángulo de visión era escaso, debido al amurallamiento montañoso donde al llegar instalamos la tienda. Si la pusimos allí fue para sentirnos más resguardados y protegidos. Tanto abrigo a nuestro alrededor nos impidió ver la hueste de la tormenta que se dirigía hacia nosotros. La lluvia no cesaba. El techo de la tienda empezó a no poder aguantar el peso del agua. Dos semicírculos, grandes lámparas repletas de agua, pendían sobre nuestras cabezas. Por su centro inferior empezaron a chorrear dos hilillos de agua, como dos grandes ubres que sin parar nos abastecían en tal maldito momento aquel. Nuestros hijos, fervorosos espectadores del gran espectáculo, se quedaron durmiendo a los sones del agua sobre un cubo y una zafa que habíamos colocado debajo. Tanto su madre como yo al contemplar la candorosa placidez de dos sueños infantiles fuimos bendecidos, sobrecogidos por un inmenso sentimiento de amor hacia los dos pequeños. Verlos así tan seguros y felices en medio de aquel aguacero, disparos de relámpagos sobre las paredes agitadas de la tienda encendida producía en nosotros un sentimiento contrapuesto de satisfacción y aturdimiento. Cuando se llenaban de agua todos los cacharros que disponíamos, tirábamos el agua fuera, lo más lejos, para evitar que el suelo de la tienda se enlagunara del todo. Luego arreció aún más el vendaval. Me acordé de la advertencia del vecino: vientos capaces de tumbar todo lo que encuentren a su paso. Nuestra invencible tienda de campaña confeccionada a prueba de bomba estaba en peligro. Nos preguntamos si no sería mejor abandonar el barco e instalarnos en nuestro Diane-6-rojo-dos-caballos. Dónde estábamos más seguros, ¿debajo de una tienda a punto de ser derribada por los vientos, o metidos en un coche endeble presto a caer por las laderas interminables de aquellos montes de Cazorla? La lluvia no cesaba. Los crujidos de los truenos no pudieron interrumpir el dulce sueños de dos niños que dormían a pata suelta.

Al día siguiente. Domingo 24 de agosto. Damos por terminada nuestra acampada. Recogemos los bártulos. El cielo despejado. Un azul diáfano. El monte, la frescura del romero, el embrujo del tomillo, la limpieza de las piedras purificadas, las violetas, el narciso, los pinares…, después del catártico diluvio de anoche, todos salieron nostálgicos a despedirnos.

Paramos en Los Chorros del río Mundo. Última zambullida en este afluente del Segura. Nos bañamos en el estanque superior, donde las intrépidas aguas se lanzan estruendosamente desde una altura impresionante. La montaña cortada en vertical da luz a este río que nace con la fuerza de un toro con múltiples cuernos de plata líquida. El helor, su fuerte impresión sobre nuestros cuerpos desprevenidos, la hermosa transparencia de los abanicos del agua, muy pronto acabó con la tristeza que traíamos por haber abandonado nuestra feliz acampada en Coto Ríos aquel verano de 1980.

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