sábado, 19 de enero de 2019

Los sueños son como son



Dicen que los sueños son recurso fácil para escritores con poca imaginación. Pues eso.
¿Hasta qué punto el sueño de mis nietos no es el mismo miedo que yo tuve un día? Atavismo genealógico, cinta transportadora del tiempo que unas veces nos depara cercos y sombras, y otras, rocío de amaneceres. Todos los sueños se reducen a uno, siempre el mismo. Al menos el mío. Todas las noches sueño que soy un gorrión franciscano. Sus ayunas alas nunca consiguen llegar a ese campo abierto y sereno de amapolas y trigales generosos. 

La nieta amanece seria, preocupada. Todas las mañanas, el abuelo le da los buenos días con un vaso de zumo de naranja en la mano. Hoy el sol no luce como siempre. Las legañas entristecen, perturban su calma. Esa luz que ayer irradiaba serena las cataratas de un viejo cascarrabias, hoy, enturbia su mirada como cuervos airados sobre la parva.
¿Qué te pasa, mi niña?
Un mal sueño, abuelo.
Cuenta, cuenta, que lo espantemos
La niña cuenta al abuelo el sueño que tuvo anoche:
En casa de mi madre. Estoy sola. Llaman a la puerta. Abro. Cuatro hombres y cuatro señoras. Se parecen tanto que en nada se distinguen. Son iguales. Me miran fijamente. Me dan muy mal rollo. Cierro la puerta. No les dejo entrar. Veo el teléfono sobre la mesa. Por su color y por la pequeña agenda verde que hay a su lado me doy cuenta que estoy en casa de mi madre. Me sorprendo al descubrir que los personajes a los que no les permití la entrada, están todos en el salón, alrededor de la mesa de cristal.
Al abuelo le cuesta imaginarse la escena.
¿Por qué no me pintas aquí mismo en este papel cómo estaban colocados toda esa gente?
La nieta muestra al abuelo el pequeño esquema gráfico que ha dibujado. Explica ahora su contenido:
En un lado: dos hombres en medio de dos mujeres. Enfrente, el resto, en el mismo orden. Las mujeres siempre escoltando a los hombres. Todos están igual de serios, mudos. Visten de negro. Me miran con cara rara. Al principio creo que todo es real. Pero me digo, para defenderme: “Estoy soñando, no me pueden hacer nada. Sólo se trata de una pesadilla”. Pero de repente, las mujeres y los hombres de la primera fila me agarran y me llevan en alza. Yo sentí que no podía moverme. Quedé completamente paralizada.
¡Como cataléptica! –añade el abuelo.
¿Qué?
Ese estado en que a veces alguien se queda quieto, inerte, insensible, hasta el punto de dar a entender falsamente a los demás que uno está muerto.
¡Vale! Deja que siga, abuelo. Luego me metieron en el ascensor. Me dejan en el suelo. Salen del edificio y me introducen en los asientos traseros de una furgoneta negra. Estoy secuestrada. Yo quería saber dónde me llevaban.
¿Y a dónde te llevaron?
A una casa del pueblo donde vive mi padre, pero esa casa no existe. Por cierto la casa también era negra. Cierran la puerta sin llave, pero la puerta no se puede abrir. Dentro estaban mis compañeras de la Escuela de Teatro. Me doy cuenta que los hombres y las mujeres que allí me llevaron ya no están. Han desaparecido. ¿Dónde estamos? Pregunto a mis amigas. Berta me dice que nos van a torturar. Quieren hacer una encuesta para estudiar hasta qué punto somos capaces de aguantar el dolor. La casa negra por fuera era diminuta y por dentro era el Instituto. Por unos altavoces van llamando uno a uno. En una sala contigua oigo llantos y gritos de dolor, ruido de poleas y látigos. Por los altavoces escucho la voz de una chica que estaba cagada de miedo. Suplicaba que no la torturaran. Quise entonces suicidarme para librarme de lo que me esperaba. Abría puertas. Muchas aulas estaban selladas, cerradas con barras metálicas. Buscaba una ventana para tirarme al vacío. Si no me suicidaba antes de que me llamaran, me matarían. Yo prefería morirme antes de que me mataran. Corría y corría. Escuché a una chica tarareando una canción alegre. Abro la puerta y veo a la chica rubia con una cabellera que le llegaba hasta el suelo. Estaba sentada en el poyete de una ventana. Ya no oigo nombres ni lamentos por los altavoces. El tiempo se detiene. Me siento en la ventana con la chica y la miro. Su cara no me suena de nada. Sus ojos eran azules, transparentes. Me pareció que aquella chica estaba allí siempre. No me acuerdo exactamente pero más o menos me dijo: “Te estaba esperando. Cuando quiera puedes lanzarte desde mi ventana: pero mientras estés en el aire no debes pensar en nada triste.”
El abuelo ve tan afectada a la nieta que intenta rebajar la tensión del sueño:
No está nada mal pensar en cosas agradables cuando nos sentimos agobiados. La risa puede más que el llanto. Y en cuanto a tirarte por la ventana, ¿acaso, no había otra manera, mi niña, de escapar de aquel tormento?
El abuelo entiende que la nieta quiere acabar su sueño. Cuanto antes lo haga, antes habrá terminado su angustia.
Deja que termine. Queda ya muy poco. Te dije, abuelo, que el tiempo se había detenido, ¿no? Pues de pronto todo se puso otra vez en movimiento. Si conseguía pensar en cosas alegres, me salvaría y si, en tristes, me matarían, me moriría y así conseguiría escapar del sueño. Desde lejos, escuché por los altavoces mi nombre. “Ha llegado el turno de mi tortura, -me repito a mí misma-, piensa en cosas alegres. Te salvarás”. A continuación desde lo alto de la ventana me tiré de cabeza al vacío. Floté. Seguramente estaba alegre. Volé un poquito. Al final caí de pie. Intenté volar de nuevo, pero ya no pude. Luego me desperté. Se acabó el sueño.
El abuelo propone a la nieta cambiar entre los dos el final del sueño. Ella responde:
La verdad, abuelo, que el final, a mí tampoco me ha gustado mucho; pero los sueños son como son. Cambiarlos sería mentirnos a nosotros mismos.




No hay comentarios:

Publicar un comentario