Albañil sin recurso pide una ayuda reza el cartón escrito con letras mayúsculas. No me habría sorprendido esta estampa de no ser porque el hombre leía absorto un libro.
Cada vez que voy a la ciudad ando por ciertos lugares en los que la mendicidad forma parte de su paisaje. Tal vez debido al tufo del consumo que sus establecimientos provocan, o a la sensibilidad que algunas calles despiertan en los que por allí deambulan, esta profesión prolifera más en unas zonas que en otras. No conozco un Mercadona que a sus puertas no haya alguien pidiendo. ¡Qué tendrán las puertas de los bancos, de las iglesias y de los mercados! A un panal de rica miel dos mil moscas acudieron… Taumaturgos gatos a las puertas de una pescadería. He visto mendigos tocando el acordeón, pordioseros acompañados de mascotas, pobres con los brazos en cruz, arrodillados, madres amamantando, jóvenes tullidos, malabaristas. Pero hasta hoy jamás había visto alguien pidiendo limosna y que al mismo tiempo leyera un libro.
Por eso esta mañana al ver a este pobre albañil, y habiendo yo sido también trabajador de la construcción en mis jóvenes años proletarios, siento una profunda empatía por este pobre y a la vez hombre ilustrado. ¿Y por qué no decirlo? También vergüenza por creer que esta casta menesterosa habría de ser, por fuerza, analfabeta. A favor de estas gentes, elocuente estirpe, sarpullido de una sociedad que cuece algo en su organismo que nos dice que hay cosas que no van bien, tengo que decir que siempre me cayeron bien por su iluminismo, protesta, descaro y libertad.
Pero aquí no acaba la escena que yo esta mañana he visto al ir al banco a sacar parte de mi pensión para aguantar la cuesta de este tieso final de enero. Tenía yo curiosidad por saber qué libro estaría leyendo este menesteroso lector a las puertas de Bankia. ¿El Capital? ¿Lo último de Yanis Varoufakis? ¿La crisis ninja y otros misterios de la economía actual?
Tuve suerte. Al salir del banco con mi faltriquera repuesta, el mendigo ya no estaba. Pero sí la caja sobre la que sentado antes leía. El libro cerrado sobre las tablas de madera. Las letras del título miraban al cielo rasgado de una mañana de nubes y vientos desapacibles y fríos. Era el libro de la Sagrada Biblia. Me acordé de la cita de los evangelios: Pedid, y se os dará. Ironías de la vida.
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