Yo hice el camino inverso. Si tú dejaste el campo, las cepas y los tormos para adentrarte en la ciudad, el mundo universitario, los viajes, el reconocimiento…, yo en cambio vine a parar al sitio de donde tú habías partido: un trozo de tierra, media hectárea de almendros y olivos en medio de ningún sitio. Me alejé de las calles céntricas de la capital, de las grandes avenidas, de sus estatuas y museos, del ágora, las librerías, de los restaurantes de comida rápida, de las alcantarillas y del agua corriente.
Como te digo, aconsejado por lo que un día me dijera un tal Rilke:
Lo que necesita es sólo esto: soledad, gran soledad interior. Entrar en sí y no encontrarse con nadie durante horas y horas. Estar solo, como se estaba solo de niño, cuando los mayores andaban por ahí, enredados con cosas que parecían importantes y grandes...… vine a parar al lado de allá de la gran Urbe, donde no hay iluminarias ni escaparates. Aquí el tiempo no corre. Hasta los lobos se detienen extasiados cuando ven la placidez de un ternero sobre la molicie de un guijarro en el berrocal del Mediodía. Vine aquí donde todo lo que acaece y pasa se prolonga como el eco de un Big Bang que nunca desaparece. Por eso vine aquí para no morirme eternamente.
Pero, aun siendo nuestros caminos distintos, los dos buscábamos lo mismo, el sinsentido de lo inexplicable, esa lejana ausencia inalcanzable, incontestable de esa fonte de la que hablara aquel poeta al que allá por los años de la Inquisición lo llevaron a una cárcel de Toledo con los ojos tapados para que de allí no pudiera escaparse.
Tanto tú como yo, los unos y los otros, este, aquel, o ninguno, aun sabiendo donde esa fuente tan bella y que cielos y tierra beben della se halla, no somos capaces de dar con ella. O lo que es lo mismo, aun sabiendo que no existe, no cesamos cual Marlow, el marinero de El corazón de las tinieblas, en ir tras su búsqueda.
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