martes, 18 de diciembre de 2018

El amor y el tiempo






Él 
Si no tuviera metido el sentido del tiempo en el hipotálamo de mi cabeza no sería capaz de distinguir la alborada del atardecer. ¡Dos momentos tan distantes y tan parecidos! Sólo el color de mis sentimientos me permite diferenciar el verde manzana del alba, del rojo crepuscular del día.
Ella
El tiempo es como el quicio de la vida, el cuchillo que, atravesando las vísceras del alma, me deja exánime, sin mi humana y maldita contingencia. ¿Sabes cuál es el primer y ruin pensamiento que me viene a la cabeza nada más despertar cada mañana? “¡Qué hora es, a qué día estamos!”. El amor es el mejor talismán para olvidarme de las cuadraturas y las agendas de los relojes implacables y despóticos.
Ella, con la mirada atenta a las pequeñas incrustaciones negras que repueblan el velador junto al que están sentados, no mira ahora los ojos brunos de él. Animada por su propia introspección continúa hablando, mientras repasa con el dedo índice cada una de las motas oscuras y quietas del mármol blanco de la mesa.

Ella
He querido siempre quedarme quieta convertida en estatua parmenidiana como la mujer de Lot en el justo medio en el que la tarde se despide del día, o en el amanecer que nos devuelve la mañana. Nunca lo conseguí. La estúpida vorágine y preocupación por la veleidad del futuro me arranca esta quietud siempre deseada y nunca jamás lograda. Ahora es cuando comprendo por qué cuando uno hace el amor se le escapan aquellas palabras de “me muero, me muero”.
La tarde se parte por la mitad. A un lado, el alboroto y el fragor de los ruidos de los coches acelerando bajo la lluvia y el frío a sus conductores al sofá del salón de sus casas. Al otro, la eternidad sin límite, el goce silencioso de un beso sin ataduras, ajeno a las serpientes del paraíso.


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