domingo, 16 de diciembre de 2018

¡Quién te ha visto y quién te ve!





Después de tanto tiempo, mi querida Paleontóloga, vuelvo a verte. ¡El tiempo arañó tu mente, deshojó tu cuerpo! No te reconozco con esos pelos canosos y ralos, ese andar cojitranco y esos ojos nublados, otrora tan dulces, seguros y acendrados. ¡Hoy, deslucidos!
Hace más de cincuenta años que el jefe del departamento de Paleontología de la Universidad de la UCAM empezó a seguir a esta apasionada investigadora. Desde la lejanía de su cátedra apoltronada de Guadalupe el profesor siente su ausencia, añora las conquistas de esta señora a pie de obra, rastreando ruinas, extrayendo vestigios, rescatando pedazos de historia, reconstruyendo la memoria de un patrimonio tan universal como valioso. El catedrático envidia los éxitos de la Paleontóloga. El talento, la perspicacia y la osadía de esta mujer siempre fueron para el catedrático su referencia, su horizonte, el espejo donde mirarse. A ella debe precisamente el profesor la profesión que actualmente ejerce y de la que se siente orgulloso. Digamos que esta señora es la conciencia intelectual y moral de este señor.

Su entusiasta admirador celebra y aprueba todo lo que sale de la pala exploradora de la Paleontóloga. Alimento y condimento para él fueron todos sus hallazgos. Luego el profesor partirá de estos mismos conocimientos para analizar, profundizar y airear en congresos y conferencias sus ensayos y publicaciones. A la luz de las batidas de la incansable Paleontóloga por los eriales del planeta, el catedrático de la UCAM construirá su abultado currículum. Todo su haber como científico se sustenta en los trabajos de la voluntariosa exploradora. Reconoce que sin ella él no sería nada.

Por eso, hoy, con motivo del Premio Esquirla concedido al catedrático por el riguroso estudio sobre la Dama de Egelasta que le ha mantenido ocupado durante estos últimos cinco años, quiere el de la UCAM que la Paleontóloga le acompañe en dicho homenaje. Este galardón no sería posible si, allá en el año 69 del siglo pasado, ella no hubiese encontrado en el Cerro de los Santos el busto de Egelasta.

Otras veces el profesor de la UCAM quiso verse con la Paleontóloga. No fue posible. Cuando no estaba ella ocupada en el yacimiento de Tulum (Quintana Ro. México) metida en el nicho del Dios de los Vientos tras la pista de un tornado divino, afanada andaba rastreando el Valle de los Reyes a la búsqueda del falo de Osiris devorado por los peces del Nilo. La mujer siempre contesta al profesor excusando su presencia: Investigaciones de campo en curso me impiden… El profesor guarda todas las cartas cual relicario en su custodiada y amueblada cabeza. Los bastones de la caligrafía esmerada de la Paleontóloga son el fósil más valorado de su biblioteca particular.

¡Y cómo desea el profesor en este momento la llegada de esta señora! Desde que el de la UCAM se graduara en Ciencias de la Tierra, la Paleontóloga y el catedrático, no se han vuelto a ver. Han transcurrido más de cincuenta años. Las respectivas ocupaciones de ambos no se lo permitieron.

Hoy es el día grande en el que la seductora y su fan tienen la oportunidad de estar frente a frente. El catedrático delira por coincidir con quien en su día lograra encontrar, allá por Los Cerrillares de la Mancha, el os sacrum del Quijote. El galardonado profesor se derrite por estar junto a la Paleontóloga. Pero, sobre todo está rebosante de alegría porque dentro de muy poco va a coincidir con la persona que desde siempre fue para él su guía, luz y práctica sabiduría.

El homenaje está a punto de empezar. Ya suena el Gaudeamus igitur interpretado por la Schola Cantorum de la Universidad Católica de San Antonio. La Paleontóloga, bajo el palio de casi toda la admiración científica del país aquí presente, atraviesa las puertas del Paraninfo. El público se pone en pie. Todos aplauden a la que en su día fue capaz de encontrar la quilla-esternón del Santo Paráclito en una cueva allá junto al río Jordán a su paso por Jordania.

El profesor, nada más ver aparecer a la Paleontóloga que apenas puede con su alma, se queda petrificado. Se le caen todos los anillos, el birrete, las puñetas… Hasta la toga y las mucetas asustadas se le vienen abajo. Todo queda por los suelos. ¡Nada de aquella sublimada idea que de su patrocinadora él con tanto cariño guardaba!

Desaparecida la estela, la juventud, la belleza, el emprendimiento y la audacia de aquella mujer que ahora el hombre extrañado y consternado contempla, ya nada tiene sentido.

Ante la presencia momificada de una mujer nonagenaria y medio lela, el laureado sale de la estancia, abatido y triste. Debilitada y caduca la razón que a él vida diera durante toda su carrera universitaria, al traste van también a parar su statu, circunstancias y cualquier otra consecuencia derivada de aquella su primera y principal opción por la Ciencia, cuando en su época de estudiante fue deslumbrado y atraído por el resplandor que irradiaba esta mujer que, ahora, tullida y con garrote, sube al estrado. El catedrático piensa que ya no merece la pena continuar comprometido con su profesión. Tarde o temprano acabará hecho un guiñapo como esta doctora Paleontóloga que por fin consigue colocarse a duras penas a su lado. ¿Para qué seguir investigando –dice para sí el homenajeado-, si al final acabaré como ella, tonto y desaprendido? Muertos los dioses en los que creímos ¿para qué seguir rezando?

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