miércoles, 26 de diciembre de 2018

Código de barras en la gobanilla






Llevado por la ilusa confianza de que el resuello de los días me acompañaría siempre, nunca hasta hoy daté y firmé nada mío. No tuve necesidad. Pero hoy, contra la costumbre, rubrico y pongo fecha a este cuerpo de mis entretelas. Lo hago movido por la imagen, que un tal Lobatón ha subido a Facebook. En ella se ve a un hombre ya mayor con camiseta del Barça y zapatillas de casa, a quien confundo conmigo. Lleva puesto el mismo jerseys amarillo de rayas blancas que yo visto. Al pie de su imagen leo con curiosidad y con no menos desconcierto y sorpresa:
A este señor lo han visto por los alrededores del Arabí, la cueva de su pasado atávico. No sabe su nombre. Lo único que recuerda es que tiene un loro que se llama Umbra. Si alguien, por favor, lo conoce (tanto al papagayo como a su dueño) que llame a la comisaría de Azulada.
Por eso hoy, en las postrimerías de este dieciocho que se escapa, quiero dejar bien claro quién soy yo, qué pie calzo, qué ropa luzco, a quién voto y a qué dioses no venero. Tatúo en mi muñeca con tinta de sangre mi código de barras imperecedero e imperdible. Subrayo en rojo la cifra inconfundible de mi identidad en mi gobanilla derecha. No quiero que me pase (si es que no me ha pasado ya) lo mismo que a este pobre señor de Facebook a quien todo el mundo busca sin saber de quién se trata.

En este rápido, fatigoso y líquido tiempo en el que vivimos, mi pisar muy pronto se diluye. No como aquellos andares de otrora, sólidos y compactos. Su rastro era personal, único, intransferible. Repito, en otros tiempos, ningún suceso, persona o cosa necesitaba de apuntalamiento, refrendo o autoría alguna. Imposible era perderse. Pero, hoy, con estas prisas, ¡hasta de mí llegué a olvidarme!

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