miércoles, 12 de septiembre de 2018

El beso de la Muralla



Una muchacha sale de su casa queriendo encontrar el altar propicio para quitarse de en medio. Lo tiene decidido: tirarse desde la altura del mirador que otea el meandro del río. No aguanta más. Hoy es el día señalado para su holocausto. Se ha vestido para la ocasión  como si fuera domingo. No quiere que la muerte se espante al verla. Va muy bien arreglada.

Las casualidades hoy no juegan a la ruleta rusa. La joven se encuentra con alguien que, al verla tan guapa y perdida, la invita a tomar una copa en el bar de La Muralla, azud y aluvión de desahogos. Un estallido multicolor de monedas sobre la bandeja de la máquina tragaperras les da la bienvenida. Alguien ha conseguido colocar en línea las tres campanas del premio gordo. Ocho de la tarde. Oficinistas, obreros y empleados, antes de recogerse, toman unas cervezas. Las risas, los saludos, los comentarios, las bromas y el murmullo, junto con el tufo y el sudor acumulado de toda una jornada, no impide que un joven, a la sazón guardián del hotel que están construyendo frente a la muralla del río, le tire los tejos a la muchacha desesperada. A pesar del bullicio y desconcierto del lugar, es tan bonito este momento, que lo demás, el mundo, el alboroto de sus vidas ya es pasado. La tímida luz de las farolas, desplomándose sobre el gran ventanal del bar, se cuela ahora en el interior del corazón podrido y violado de la muchacha. La penumbrosa luz amarilla, estampida para los clientes del bar que se apresuran a sus casas, es acicate para unas manos extendidas sobre la mesa que poco a poco se tocan hasta culminar en una leve caricia. Aproximación apenas imperceptible, y tal vez por ello, ungida del mayor de los deleites y escalofríos. La tarde se transforma en noche sin apenas llamar la atención. Las hojas de los naranjos bordes de la plaza dejan de moverse. El muchacho escucha a la joven hablar:
Sin violencia alguna la tarde se entrega a la noche, el aire deja de murmurar, los cuervos de gritar y la luz recupera su sombra sin la cual no alumbraría. El rojo encendido del crepúsculo se transforma en gélido violeta sin quejido alguno. Quietud apetecible para recobrar la inocencia con la que al nacer fui revestida. No por fuerza el sufrimiento ha de terminar en llanto. Mi deseo es que las aguas de río laven mi afrenta. Vayamos al mirador del río.
La pareja sale del bar. El amarillento crepitar del cielo inunda el contorno del monte. Las terrazas y áticos de los pisos superiores de la calle se tiñen también del áurico color púrpura que todo lo inunda. El color encendido comienza a iluminar el rostro de la muchacha, su nariz, sus ojos, sobre todos sus ojos que afloran el licuado brillo de un atardecer que los hace fluorescentes. El joven, tocado por el misterio de las palabras que no entiende de la muchacha en trance, no puede contenerse. Le estampa un beso en la mejilla. Y al instante el hato de las desdichas que sobre sus espaldas lleva la muchacha, la violación continuada por su padrastro, cae milagrosamente por el precipicio al fondo del río.

La joven que salió de su casa dispuesta a suicidarse, saldar una culpa, un delito jamás por ella cometido, regresa a su casa, liberada por la mirada buena y fortuita de un extraño que con un solo beso le ha quitado la soga del cuello. Morir ya no es necesario.


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