viernes, 10 de agosto de 2018

Clases Pasivas






No es la primera vez que me ocurre. Algo parecido me pasó aquel día en que mi madre me trajo al mundo. Desarreglado, a medio hacer y embadurnado mi cuerpo de un líquido verde parecido a la orina me presenté ante la concurrencia sin atavíos ni perfumes, churretoso como un mecánico que acabara de cambiar el aceite al motor de un coche.

Estaba yo limpiando las conejeras, cuando me llamaron los del banco diciéndome que si quería el préstamo personal que había solicitado para reponer las tejas destrozadas de mi casa que tras la última tormenta se habían venido abajo, debía llevarles de inmediato justificante de la revalorización de la pensión. Baste añadir que previamente yo ya les había presentado certificación al detalle de todos mis datos: la declaración de la Renta, Fe de Vida, las facturas del coche, los papeles del Ocaso, el Libro de Familia, la Cartilla de Racionamiento, mi último Reconocimiento Médico, Promesa Jurada de que no me moriría al menos antes de que finalizara la amortización de dicho préstamo, mi Historial Laboral y un largo etcétera que incluían, además de la fotocopia de mi dentadura postiza, la prueba de paternidad de mis hijos y un fax detallado de mi inversión bursátil en el extranjero. Yo ya antes había oído la palabra versátil, esa capacidad con la que la especie humana se adorna para esconder lo que verdaderamente nos define como persona, pero no escrita con be y con la boca medio abierta, es decir, e, en lugar de u.

Pertenezco a ese colectivo que llaman no sé por qué Clases Pasivas, siendo así que yo siempre me moví más que un rabo de lagartija repartiendo sobres, reembolsos y telegramas en el pueblo donde durante más de cuarenta años fui cartero. Estoy jubilado. Y por cierto, ahora más atento a contemplar el alba, el atardecer, a escuchar el canto de las chicharras, a distraerme con mi flauta dulce interpretando polonesas y minuetos, más interesado por si le falta agua a mis gallinas, preocupado por si va a llover mañana para cubrir mi cobertizo con un plástico y evitar así las goteras que inunden mi dormitorio, entretenido más en escuchar la sonrisa de los patos en el agua al pasar por el partió de las veinticinco tahullas que es donde vivo en compañía de un nogal y una hilera de cipreses bailando al son de los aleteos de los pájaros. Es por todo esto que los papeles oficiales, los números, su custodia y conservación, su puesta al día me la repampinflan, me ponen nervioso. Así pues, como era de esperar, el Certificado de mi Pensión no lo encontré por ningún rincón de la casa por mucho que puse en marcha mi robotito santa Rita busca-resguardos-y-expedientes.

Como digo, dejé a toda prisa mi casa. Cogí el autobús y me dirigí a la Gran Vía de la capital donde tiene la sede la Delegación de Hacienda y recabar allí dicha revalorización de mi Pensión como mutualista. Reconozco que me presenté allí hecho un adefesio, con pantalones cortos, descamisado, despeinado, tal vez oliera también a cagarruta. El guardia que protegía la puerta me hizo pasar varias veces por esa especie de escáner que visualiza hasta la más pequeña pieza sospechosa de nuestro organismo, ya sea un cálculo renal, como una cuenta en suiza. A mi se me fueron los estribos. Mi tensión acumulada por tanto aprieto bancario explotó de golpe. Y vino a pagarla el securata que defendía la Agencia Tributaria, el dinero de unos pocos:
Si en lugar de ser yo hubiese sido ese otro con maletín y bien peinado, corbata y pantalones planchados, ¿acaso usted lo hubiese hecho pasar dos veces, desalmándolo de todas sus pertenencias?
El policía buen observador, añadió, entre afable y risueño:
Sí, sí ya veo que llevas hasta los pantalones rotos. Pero comprenda, son cosas del protocolo. ¡Vuelva, usted, por favor, a colocar todas sus cosas en la cinta!
Ya le he dicho que sólo llevo lo que traigo puesto! ¿Acaso no me ha mirado usted bien? ¡Así viniendo desarrapado como vengo es imposible esconder nada!
No puedo yo hacer la vista gorda en casos como éste que le señalan más bien como un sospechoso maleante.
Sepa usted, señor, que la naturaleza no es sospechosa de nada, por lo menos la mía que es humilde y muy honrada. Más debiera ser la pobreza que padecen muchos vergüenza para los ricos.
Muy pronto me dí cuenta de la dureza de mis palabras contra quien tan protocolariamente y honesto cumplía con su deber. Por eso al salir quise justificar mi acritud. y mi anterior enfado. Le regalé al agente el libro, El Otro lado de un tal Blao, para que desde allí aprendiera a ver la verdad de las cosas y se diera cuenta de que a veces las apariencias engañan más que el algodón de don Limpio.

Nota: Los ordenadores de Clases Pasivas, estaban no sé por qué razón bloqueados. Regresé por tanto de Hacienda al lugar de mis amores y solacio sin el justificante de la revalorización de mi pensión.

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