sábado, 18 de agosto de 2018

Celos adulterinos, necesarios y rabiosos





Carta de una mujer (contagiada por los celos del marido) a su fingido amante:

Le escribo como si yo fuese una sacerdotisa capaz de expulsar los diablos que llevo dentro y que como sanguijuelas me despellejan el alma. Mi marido anda loco a todas horas creyendo que usted y yo somos adúlteros que nos acostamos a sus espaldas. Hasta tal punto cree esto, que por despecho se ha liado con otra mujer, como si un clavo quitara otro clavo. Yo también estoy loca. Loca por sus celos infundados, celos que me han llevado a creerme que usted y yo fornicamos como perros. Si es verdad que usted es una quimera, una fabulación para que mi marido siga amándome, bien venido sea usted, señor, a este edén de locos, donde la locura es fuente de la razón. No soy entendida en sicología, tampoco sé qué hilos tejen mis sentimientos, sólo sé que mi marido, a la hora de hacer el amor, se comporta, se enardece, se excita, se engrandece como un animal frente a otra bestia que arrebatarle quiere su presa. Esta es la razón que me ha llevado a enviarle esta carta. Necesito de su presencia, aunque ésta no sea real, para que mi marido siga amándome. Andamos los dos ahora cada uno por su lado, yo estoy aquí en Campello con mi hermana, desde donde le escribo estas letras. Él, allá, recluido en el útero de la casa de su madre. Tal vez la distancia nos permita ver con claridad nuestro mutuo engaño, engaño que a veces lo considero útil, bueno e imprescindible para alentar la lumbre de este amor fatuo por el que ambos suspiramos. Comprenderá, señor, por mis palabras mi tribulación y mi desatino. Los celos de mi marido me han contagiado, me envenenan, se extienden como mancha de aceite hasta emborronar y trastocar lo más sagrado de mi vida: mi corazón y mi mente. Otras veces, los necesito porque despiertan mi libido al ser notada por sus ojos soñadores, y así, hasta los aplaudo por sentirme tan dichosa. Desde el día en que mi marido se sacó de la chistera el embuste de que usted y yo somos amantes pensé que todo esto era parte y fruto de un juego amoroso cuya naturaleza precisaba de la competitividad y acicate para que ambos llegáramos a culminar el coito. Y como la llama necesita de la cera para seguir viva, mi marido, dislocado, necesitaba de la simulada presencia de usted para seguir amándome. Tal vez mi marido fabricó su etérea existencia como estimulante, camino y estratagema para llegar hasta mí. Y así, de retruque yo también dar con usted. Tampoco yo soy ajena a esta suposición que, de ser cierta, me proporcionaría un gran placer en su sentido amplio, incluido por supuesto la satisfacción carnal de la que en estos días ando necesitada como mujer privada de hombre. Como usted verá mis apreciaciones acerca del amor son muy primarias, desinhibidas, muy poco recatadas y correctas como corresponder debieran a una mujer honrada. Estoy convencida que en el amor la imaginación adquiere suma relevancia. De esta idealización tampoco yo me veo libre. Me digo a veces que el amor es sólo ficción, por no llamarlo autoengaño. Intento desvelar su verdad y no puedo. Dígame usted, señor, si es que lo sabe, ¿qué es entonces el amor? ¿El amor es un ángel invisible, ese demonio mediador entre lo que deseamos y lo que queremos? ¿Un jugador de cartas trucadas? El amor es pobre hasta de sí mismo, anda descalzo con zapatos que nos son suyos. desnudo va de aquí para allá. Recuerde que usted salió un día a estampidas medio en cueros de mi cama. Mi marido desde entonces le busca como bestia en celos. Y usted no hace más que huir, escaparse de sus garras y de mis besos. ¡Déjese, señor, atrapar por él! Sólo así seré yo también alcanzada por el dardo encendido de su amor. El amor tal vez sólo sea otra quimera más, también falaz como su presencia: la percepción desajustada que cada mortal tiene de sí mismo. El amor es hijo de una esperanza vana, esa saeta que jamás encuentra su blanco. Si acaso una sola vez acertáramos en su diana, no andaríamos deseosos y faltos de amor a todas horas como niño ilusionado por un globo que se le escapa en el aire, como voces vacías que se pierden allá por las montañas del eco, como vacas hambrientas por las praderas de una luna sin pastos ni forraje. Volver a estar juntos, solos mi marido y yo, ¿acaso no sería el fin de mi desasosegado deseo? Sin sus celos, ¿qué sería de usted y de mí?
 Como le decía al principio, dudo mucho que sin su presencia fabulada mi marido pueda seguir amándome. No deje nunca por tanto de estar a su lado. Y tampoco se olvide, señor, de esta pobre mujer sedienta de amor que, desde que mi marido no está conmigo  se desvive como un desierto sin agua.
                                                                             Atentamente, su fingida amante.

P. D. Las ideas extravagantes acerca del amor, vertidas en esta carta, no se corresponden con las que habitualmente tengo. Si no suenan enaltecidas, si no saben a empatía y embrujo se debe a la mala racha por la que estoy pasando.


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