miércoles, 18 de julio de 2018

Tardes de chocolate al remanso de una vieja plaza



Tendría yo siete años. Con lento y perezoso andar el sol sonreía por las paredes de aquella vieja casa en la que vine al mundo. Una calzada amarilla con reflejos de paja trillada desembocaba en el dulce remanso de una placeta. La calle, solaz regazo, acunaba a sones de nana mi niñez. El tiempo no existía, ni tampoco Bob Esponja, ni consolas. Yo era feliz, con tan sólo una aporreada trompa en el bolsillo de mis pantalones de culeras remendadas. Recuerdo ahora que salí de la escuela bufando. Como caballo reventado llegué a casa, no sin contar hasta tres, antes de ganar el portal de la puerta de entrada, una costumbre tonta, que incluso todavía hoy conservo cuando voy a librar un obstáculo inesperado o una decisión de envergadura.

Aquella tarde de invierno, la distancia de mi casa a la escuela, a pesar de mi veloz carrera, se hizo eterna, no me explicaba como el insignificante trayecto, de sólo cuatro manzanas, pudiera alargarse tanto. En mi mano sudorosa llevaba dos cromos como dos huevos calientes recién cogidos del palomar, los últimos para completar aquel álbum de peces. ¡Me hacía tanta ilusión tener los peces de todos los mares! Más de doscientos sumaba la colección: la caballa, la trucha, el lenguado, el salmonete, la sardina.... Bien valía la pena haber perdido las dos onzas de chocolate de la merienda, canjear todo el taco de mis más de cincuenta estampas repetidas por aquellos dos raros ejemplares que tanto se habían resistido a mi captura. 

En la covacha, bajo el arca, donde mi madre tenía apiladas las sábanas del ajuar de mi hermana, guardaba yo mi apreciado coleccionable a todo color, y aquella gacha de harina que yo mismo fabricaba. Y con la ansiedad propia del momento, cual meteórico velocista a su paso por la línea de meta, me dispuse a pegar mis dos últimas adquisiciones. En una mano llevaba el rodaballo, ese pez plano, con sus dos ojos escorados que evita mirar el ángulo malo de las cosas, parecido a una pelota deshinchada, capaz de escaparse de sus raptores, tomando un disimulado color; y en la otra, el abadejo, oscuro pescado de los mares de Argentina, casi sin raspa, de gustoso comer, y digno merecedor de su monacal como apetitoso nombre. Las manos, de la emoción, me temblaban; mi pecho, apretujado nido de tórtolas, se llenó de latidos..., cuando me sobrevino lo peor. 

Las horas en aquel tiempo, mar sin tierra alguna a la vista, eran felices, eternas. En cualquier rincón, me ponía a jugar con mis aleluyas, colocaba mis peces en caprichosa combinación, y enseguida, me veía sumergido en la más peregrina de las historias. Bajo la molicie de aquel sol amarillo, el río de mis sueños me transportaba más allá de los siete mares; y en el vientre de sus aguas cristalinas me divertía jugando a la una la mula con mis amigos los peces. Buscando algas para alimentar a tres de los pececillos hambrientos, que a duras penas podían nadar y que se habían quedado rezagados en la configuración lineal que sobre el bordillo de la acera de la calle yo había formado, removí el fango del suelo del mar, cuando por sorpresa fui agraciado con el hallazgo de una madreperla. El nácar luminoso, que protegía el cuerpo indefenso de aquella ostra, abrió sus valvas y me ofreció una bonita perla que en su interior, desde hacía siglos, guardaba para mí. Deslumbrado por el reflejo brillante de su esplendor, me la eché al bolsillo. Mi asombro fue luego, al  hacerme con ella. La esferita, claro que estaba en mi bolsillo, pero ahora la perla había tomado la forma de una peonza ricamente labrada con ribetes circulares. Desde entonces, aquel refulgente trompo se convirtió en el inseparable y prodigioso talismán que siempre me defendió en las peleas con mis amigos. Ataba yo bien fuerte el cordel al clavo de su punta, blandía al aire el tenso y ancho vuelo de la rotación de la trompa, y no había enemigo que se me acercara a dos metros a la redonda. 

Que cada uno de los peces tuviera su configuración particular, ora de clavo, ora de estrella, a veces de espada o martillo, de paraguas, obispo, cadena, facilitaba mucho mis entretenidas aventuras. O como en aquella otra ocasión en que, atraído por la forma de asiento real, sugerida por la monumental cabeza de un calamar, me asenté invicto cual dios inmortal del olimpo en su cefalópodo trono. El molusco se puso a escupir por debajo de mis pies esa tinta suya tan característica. Enormes nubes, a caballo de un insoportable viento bruno, empezaron a embarrar todo a mi alrededor: el rubio bigote de mi padre, las verdes hojas de la enredadera del corral, el rojo encendido del tejado de la iglesia, el carcomido zafre del ventanuco del ropero, la dentadura de mi abuelo puesta a remojo en aquel vaso de agua siempre encima del caramanchón de la cocina, hasta el vestido blanco de mi hermana. Todo manchado de negro quedó al momento. Siglos tardaría mi madre en terminar de aclarar con azulete el retestín acumulado en el pliegue de sus enaguas. Luego mi abuelo con su dentadura puesta parecería el mismísimo monstruo de la cueva negra. 

En aquel tiempo yo no sabía que, tras mi afición por arrejuntar jaramugos y demás especies acuáticas, pudiera encontrarse esa loca manía de querer hacerme con el infinito. Cromo a cromo, caldero a caldero, quería colmar la inmensidad del mar de mis sueños, pegarlos en el limitado álbum de mi corta existencia, librarme de mi pequeña particularidad y así perpetuarme fundido en la totalidad de una colección viviente en la que ficción y realidad, lo posible y lo imposible, fuesen un mismo mundo. 

Y como decía al principio, después de haber conseguido los dos últimos cromos que me faltaban, llegué a mi casa más contento que las mismas pascuas. Dos castañuelas parecían mis ojos. Pero fue un duro golpe comprobar que el álbum había desaparecido. Debajo de la vieja arca ya no había nada, tan sólo encontré la carpeta vacía, desguarnecido el caladero de mis birlados y evaporados peces multicolores. Todo se fue al traste, mi cumpleaños, mi regalo de reyes; ni tan siquiera el prometido y anhelado paseo con mi abuelo al jardín de las palomas, me devolvería la ilusión. Tantas apreturas, cambalaches y correrías, para nada. Busqué por alto y por bajo, anduve de ceca en meca, cielo y tierra removí; pero el bullicioso banco de mis atesorados peces, todo un año de faenar por los todos los mares del mundo, se vino a pique. La exitosa pesca convertida en desastre por culpa de una tormenta invisible, un maremoto, un tornado, el expolio más cruel cometido por piratas habidos, una manada de salvajes gaviotas, ¡qué sé yo!, mi hermana con sus manías del orden y la limpieza, un ladrón... Todo perdido. Ya entonces empecé a darme cuenta que en la vida, puedes tenerlo todo; pero, si te falta algo, aunque sea un pequeño chirimbolo o un deshojado álbum de cromos, es como si no tuvieses nada. Me acordé de aquellas palabras que nunca entendí y que el cura no se cansaba de repetir todos los domingos en misa, ¿de qué te vale ganar todo mundo, si pierdes tu alma? Enrabietado, estrujé el alma sobrenatural de mis dos cromos ennoblecidos por su rareza, y me la metí en la boca, la trituré de un furibundo lenguetazo, y de una arcada, me la tragué revuelta en el caldo caliente de mis lágrimas enfurecidas.

Ha transcurrido más de media vida desde que perdí mi viejo álbum de peces Desde entonces he sufrido, sin saberlo y sin dolor, la desaparición, la pérdida, nunca aclarada de aquel lamentable incidente. Durante todo este tiempo, todas mis desgracias, plagas y pedreas, negativas de chicas a las que quise cortejar inútilmente, la muerte de mi abuelo, hasta la rotura de un tobillo tras la persecución de una gallina escapada del corral de mi abuela, fueron a parar al mismo saco: mi álbum perdido, el amortiguador oculto de todas mis desventuras. Pero ha merecido la pena rebuscar esta mañana en el cuarto de los enredos de la casa de mi madre y encontrar de nuevo aquella ilusión que perdí cuando era un niño. 

Visto con retrospectiva, todo lo que sobre mí ha llovido desde entonces, incluso el olvidado infortunio del cuadernillo de peces, pudo ser incluso hasta bonito. Realmente no es el dolor o el placer el motivo de nuestro sentimiento concreto, sino nuestra mirada, la mirada atenta, nuestra mirada refleja, una mirada que arranca desde la planta de los pies y que, pasando por el cogote, llega hasta las mismas entrañas de la cosa vivida. La mayor de las vulgaridades, contempladas con ojos que miran desde dentro, puede llegar a ser una obra de arte. Y como el ciego que, hasta que no palpa con su bastón el sonido familiar de su acostumbrado sillón, me siento impaciente. Por lo que a mí respecta tal vez aún sea posible volver a paladear el grato sabor del chocolate en aquellas tardes de invierno sentado al remanso de una vieja placeta.

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