viernes, 27 de julio de 2018

Los árboles también hablamos




                                                                
Intentaba yo convencer al niño de que los árboles también hablamos.
¡Imposible. Los árboles no tenéis boca, ni labios ni lengua!
Me extrañó que aquel niño, con sólo cinco años, fuera ya tan mayor, no me llamara de usted y que de su cabeza salieran argumentos tan sectarios, no inclusivos y tan poco racionales.
¿Es que acaso los pájaros no hablan, cuando en las mañanas de abril pían y se enamoran revoloteando unos alrededor de los otros?
¡Tonterías! -me dijo el niño, riéndose de mis fantasías de clorofilas baratas.
Yo me resistía a creer que la magia innata, la imaginación de un niño se opusiera a lo que para mí estaba más claro que el agua. En este mundo de parlanchines, una morera se expresa mejor que todos los catedráticos juntos de institutos y universidades habidos y por haber. Un pino carrasco parlamenta con los pájaros que anidan en él con más entendimiento que los 350 diputados de la Cámara Baja. La espigada sabiduría de un solo ciprés dice cosas más acertadas que cualquier sermón doctoral de obispo catedralicio alguno. La verdad es que la savia de mi alma blanca se sorprendió de que en la inocente mente del niño aquel pudiera caber tanta racionalidad engreída y tonta. Intenté por tanto ser más didáctico y seductor buscando un símil más afín con la psicología del niño aquel:
Hasta los coches dicen a los humanos lo que piensan. Con sus bocinas les advierten: ¡Apártate, muchacho, súbete a la acera! ¿No ves que puedo atropellarte y dejarte sin una pierna?
Y sólo cuando el niño sintió que podría quedarse cojo, lo noté más abierto a mis palabras. Así que seguí abundando en mi teoría de que los árboles no son mudos:
¿No has oído nunca la música que brota del ruido de un motor en plena marcha? El motor de una moto chirría hasta averiarse, hasta calarse por la carbonilla acumulada en su bujía. Y la máquina nos dice con su renquear lastimero que ya es hora de que la llevemos al taller para que a la tullida moto la pongan allí a punto.
El niño, tal vez motivado por el ejemplo de la moto, abrió sus ojos como platos. Lo noté más receptivo. Y me contestó:
A mí me encanta todo lo que se mueve y circula. Cuando sea mayor, quiero ser como Karl Benz, el creador del automóvil Pero no un inventor de coches contaminantes impulsados por derivados de un petróleo corrosivo. Fabricaré vehículos cuyos gases no envenenen el aire que respiramos.
Noté las defensas racionales del niño menos cerebrales, como más proclives a las fabulaciones propias de su edad. Y me dije: este es el momento. Y quise aprovechar esta disposición suya para convencerle que los árboles también hablamos. Y pareció que el niño adivinara entonces mi pensamiento, para enseguida contradecirme:
Pero de ahí a decir como tú que los coches del futuro correrán por las avenidas del mundo sonriendo, saludando y hablando con todos los peatones que se encuentran al cruzar un semáforo, no llego, no entiendo, no alcanzo.
Y sólo al ver ya tanta oposición en el niño, cuando perdí el control y subí el tono de mi voz acusadora:
Eres capaz de contemplar entusiasmado una peli en la que hablan delfines, ardillas y hasta las hormigas, y no admites que un árbol pueda darte los buenos días cuando el amanecer despierta sus hojas al sol ¿Acaso, niño listo y futuro inventor de coches galácticos e impolutos, no has visto en otoño llorar a los árboles cuando sus hojas nos abandonan y nos dejan triste como una Magdalena a merced de los fríos del invierno?
Fue entonces cuando el niño calló. Interpreté su silencio como un acercamiento. Esta afinidad me llevó a confiarle un secreto. La tarde anterior un viento huracanado había arrancado de mi cuerpo una de mis mejores ramas. Y del lugar, donde antes se alzaba uno de mis favoritos brazos, hendía una herida de savia acongojada:
¿Ves esta llaga que aún supura llantos de dolor y y rabia debajo de mi sobaco izquierdo? Son mis palabras compungidas que al mundo le hablan.
El niño entonces se acercó a mi tronco. Rodeó con sus tiernas manos mi apenada corteza. Y su abrazo fue tan grande y emotivo que mi elocuente herida sanó de repente.    



Para Afesmo. 20Años.
Asociación Mental. Molina de Segura
y Comarca.
27/07/2018

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