lunes, 9 de julio de 2018

Iscariot




Sin apenas levantar la vista del suelo, el comisario abre raudo la puerta. Al brusco y acelerado aire de la gabardina, el perchero -patas de madera- se tambalea hasta quedar de nuevo erguido como centinela en alerta. El almanaque, con chinchetas sobre el lateral del armario, sacude también las hojas de sus días tediosos, contagiado por el mismo impulso de expectación y respeto que se mastica en el despacho. Todo en esta habitación, (documentos, estanterías, cortinas, matasellos, hasta la maceta del poto de mustias hojas, la escupidera y el paragüero), dan la bienvenida al jefe con muestras de quieto acatamiento. El comisario se sienta en el raído sillón de verdes orejeras. Los muelles del asiento se resienten, chirrían al peso de su militar trasero. Luego enciende el flexo con el índice de su mano derecha, el dedo que luce con orgullo un anillo tallado en oro con la imagen del santo Patrón de la policía, obsequio y reconocimiento de todo el cuerpo al mejor comisario del año. El empapelado mugriento de las paredes, a juego con la siniestralidad de los expedientes sin resolver que se amontonan en la mesa, se tiñe de amarillo. La luz de la lámpara no alcanza a iluminar el cuadro que preside la sala: su alteza real vestido de gala. El crucifijo, que a la par con el rey, cuelga de la pared a su espalda, permanece también callado, en penumbras. El comisario se repantiga para poder abrir el cajón. Saca un farias, lo enciende con ese garbo mal imitado de los galanes de cine. El humo expirado a boca jarro empaña la cara impasible de su Majestad. Antes de abrir su agenda, echa un vistazo al periódico. Asesinatos fantasmas, reza en primera página el ABC. Ahora se entretiene en la sección finanzas. Esta mañana, el horno no está para bollos. La constructora, en la que se juega la herencia de su mujer, baja de golpe tres enteros. Las volutas del humo del cigarro se enredan ahora en las espinas de la cabeza del crucificado. Instintivamente, el comisario, malhumorado, aporrea, queriendo apagar inútilmente el puro sobre el cenicero. Aparta de un manotazo el periódico, y como si estuviera interrogando al rata del supermercado de la esquina, grita con rabia al interfono:
Quiero ver al agente Iscariot. ¡En seguida!
Según el comisario, José Iscariot Rodríguez es la persona idónea. En el último fin de semana, dos muertes en extrañas circunstancias se han sucedido sin dejar rastro alguno. Un sinpapeles apaleado en el mismo portal de un banco de la Gran Vía. El cartón sobre el que dormía, empapado estaba de vino y sangre, mezclados en mística amalgama. Y dos calle más arriba, el cuerpo exánime de un forastero, un joven de unos treinta y tantos años, y sin ninguna documentación encima. Tan sólo una extraña coincidencia entre los dos interfectos. Ambos de un parecido perfecto, como si fuesen gemelos. Tallados por el mismo rostro juvenil y esbelto.

Iscariot es rubio y refinado. Y además, instruido y culterano. Más que un policía parece un gourmand, un académico, un crítico literario. Sus labios siempre jugosos, relucientes, a la búsqueda de cualquier principio filosófico, cualquier teoría, cualquier fiambre, un hueso, un manjar, una puta. En la comisaría, no sólo tiene fama de besar como un casanova, sino que además, con los ojos y la nariz tapados, conoce los ingredientes de cualquier entremés. Iscariot sabría distinguir la cebolla babosa, de la de sangre de buey, con tan sólo degustar la salsa de su frito. Es el hombre del comisario. Nadie como Pepe Iscariot para dar cazar al culpable de estos dos crímenes con el que el pueblo entero se ha levantado este lunes -tres de septiembre- tras las vacaciones de un tórrido verano.

Iscariot cuenta además con el reconocimiento de toda la ciudad. Dos años hace que este policía atrapó al responsable de la explosión intencionada que se llevó por delante la vida de una mujer enbarazada del barrio del Castillejo. Han pasado no más de cinco minutos, desde que el comisario reclamó su prsencia. Iscariot, antes de entrar al despacho da unos suaves golpes en la puerta.
¿Da su permiso, Jefe?
El comisario apenas levanta los ojos de los papeles que tiene delante. Con gesto mudo y cortés, le indica al agente que tome asiento. Iscariot, sin perder su compostura castrense, aguarda a que el comisario le informe sobre el motivo de su llamada.
Verás, Pepe, quiero que te encargues personalmente de estos dos asesinatos de última hora, el de un sinpapeles y un joven forastero. Necesitamos atrapar cuanto antes al culpable.
Si contáramos al menos con una foto, un nombre...
Lo siento, Iscariot, - interrumpe el comisario. No tenemos nada. Nadie ha visto a ningún sospechoso. Ningún merodeador, ni siquiera un barrendero, nadie por la zona, a esas horas tan tempranas. Tan sólo contamos con la posibilidad de que ambas muertes sean obras del mismo criminal. No disponemos tampoco de ningún retrato robot. Nadie puede dar pista alguna de un rostro invisible. Y si además sumamos el enorme parecido de las víctimas... Un misterio, Pepe, un misterio de órdago, más difícil que el soterramiento de las vías del barrio de Las ranas es lo que tenemos delante de nuestras propias narices.
Iscariot con astuta delicadeza se atusa ahora una punta de su rubicundo bigote. Este es su gesto habitual de concentración máxima. José Iscariot, como buen perro que husmea un hueso cuando acaricia con refinamiento tan nobiliario los extremos de su mostacho es que olfatea pistas seguras... Y como no quiere perder la confianza del Jefe, hace un gesto con la palma de su mano a media altura, como solicitando dar su opinión sobre el asunto. El comisario extiende el dedo índice, el del anillo del Santo Ángel Custodio, hacia el pecho del agente, más para dejar claro quien lleva aquí los galones, que para concederle la palabra al subalterno:
Recuerdo, Jefe, en relación con este caso, la muerte de aquel otro vagabundo, entre iluminado y poeta, al que encontraron con una puñalada en el costado en las inmediaciones del Monte Perdido, muy cerca de La Cresta del Gallo. Tan sólo es una corazonada, pero me huelo, señor, que entre ellos puede haber alguna conexión. El doble crimen de ayer y el asesinato de aquel pobre estrafalario, ocurrido tan sólo hace tres años, pueden estar relacionados. Personalmente creo que, cuando suceden estas muertes sin autoría, su ejecutor, si no se hace presente de forma física, sí lo hace de modo contundente e inevitable, dejando su huella invisible en el horror cometido; como el destino mismo, que es capaz, sin dejarse ver, de causar, por ejemplo, grandes tsunamis en Indonesia, el hundimiento de un ferry en el mar Rojo, o el rayo que originó aquel incendio en Sierra Espuña, y se llevó por delante la vida de siete jóvenes montañeros. Y perdóneme, Jefe, filosofar con estos casos no resueltos. Todo lo que ocurre en esta ciudad, por insignificante que sea, deja su indeleble marca en los anales de la historia. Y es nuestro deber como buenos sabuesos dar caza a ese expectro que, sin dejar rastro alguno, causa la muerte de tantos inocentes. Puede que algunos fiambres no huelan, pero basta con ver el cruel ensañamiento en sus cuerpos profanados, para descubrir la maldad de la injusticia personificada. Ya sabe usted de mi tozudez pericial. Cuente conmigo, señor comisario. Estos casos sin descubrir, en los que la mayoría de la gente atribuye su mal a fuerzas irresistibles de la naturaleza, son mi especialidad. Puede que el autor de este doble asesinato sea invisible a nuestros ojos, pero según el principio de causalidad, no existe delito alguno sin un infractor concreto que lo cometa. Una vez más, señor comisario, excuse mi petulancia: Omne quod movetur, ab alio movetur, que diría el Aquinate.
Con estos pensamientos José Iscariot Rodríguez sale de Comisaría. Da la casualidad que Iscariot es amigo de Joaquín Sabina. Allá por los años ochenta ambos coincidieron en Vallecas. Iscariot en su primer destino, recién salido de la Academia de Ávila. Los dos se veían todas las mañanas a la hora del café, en un bar a la espalda del campo del Rayo. El cantautor actuó anoche en la Plaza de toros de la ciudad. Se hospeda en el Siete Coronas. El inspector se pasa por el hotel para saludar a Joaquín. Y el de Úbeda, entre otras cosas y recuerdos, le habla a Pepe de una tal Magdalena. Le dice que esta mujer trabaja precisamente en un hostal del Polígono Oeste. Y le comenta:
Esta mujer, Pepe, es tan hermosa que se rumorea que hasta el hijo de Dios, una vez que la vió, se enamoró de ella. Es la más señora de todas las putas, y la más puta de todas las señoras.
La verdad de las cosas no siempre se encuentra escondida en el más recóndito de los agujeros que diría Alan Poe. Y con esta confianza, después de despedirse de Sabina, el agente Iscariot, tal vez movido por el morbo de lo que acaba de contarle su amigo, se dirige al Poligono Industrial. No es la primera vez que Pepe Iscariot visita esta zona.

Una vez en el bar, pregunta a un confidente por Magdalena. El agente, ya está delante de la muchacha. Los dos sentados en la terraza. El policía sin rodeos, para presionarla, le dice a la chica que más de una vez la vieron hablar con el mendigo asesinado.
Así es, inspector, el sábado precisamente estuvimos juntos. Un tío legal ese forastero. Hablaba como los antiguos profetas, en clave, muy misteriosamente. Recuerdo que ya fuera del servicio, estuvimos hablando hasta las tantas de la madrugada. Entre otras cosas me dijo que su padre le había encargado un trabajo muy duro, y que su vida corría peligro. Luego yo enjugué su tristeza con mis cabellos ¿Puedo hacerle una confidencia profesional, inspector? A nadie he amado tanto como a ese hombre. Lo amé vivo esa noche, y lo seguiré amando más si cabe, si es que ha muerto. Ha sido tan fuerte el comezón que me ha dejado aquí -concluye Magdalena tocándose apasionadamente el pecho dolorido con sus dos manos abiertas.
A ver si entiendo, señorita, ¿entonces, quiere usted decir que el padre de su amigo asesinado podría estar relacionado con su muerte?
Por supuesto. Ese padre debe estar loco de remate. ¡A ningún padre se le ocurre mandar a su hijo para que unos hijos de puta lo apaleen y lo maten con el pretexto de una misión secreta! No me extrañaría que los últimos asesinatos ocurridos este fin de semana también tengan que ver con su padre. Quien envía a su hijo a morir por una causa absurda, es capaz de volar el mundo. ¡A quien deben ustedes de interrogar, es a ese padre camuflado en su triángulo divino!
El Comisario lee ahora el informe que el inspector Iscariot acaba de entregarle sobre el proceso de la investigación del asesinato fantasma. Sin levantar la vista del documento el comisario coge el rotulador rojo y subraya el penúltimo párrafo:
...así como no se pueden inculpar a las aguas de una presa de la muerte que cualquier descarga eléctrica provoca, tampoco descartamos relación alguna entre las dos muertes de este fin de semana y un extraño poder todavía por desvelar... Y en cuanto al padre de los dos posibles gemelos..., eso es otra historia que se trasciende a si misma para convertirse en mito...

Nota: En vez de titular este relato Iscariot, me hubiese gustado llamarlo de otra manera. Por ejemplo: Dios en el banquillo, Las caricaturas de Mahoma, Redención a la desesperada... Si no lo hice, fue por no delatar desde su inicio al posible responsable de muertes y desgracias sin ninguna explicación y sentido que a diario ocurren en el mundo.

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