Pertenezco a esa estirpe de afortunados que nada más oler una sábana se quedan dormidos como un lirón. Pero esta noche son las cuatro de la madrugada y no pego ojo. Es raro. No me duelen las muelas, ni tengo gases en la barriga. Tampoco estoy enamorado, y hace años que terminé de pagar el último recibo de la hipoteca. Vivo solo. No me quita el sueño un divorcio a la vista, ni los ronquidos a pata suelta de la mujer que no tengo me trepanan los sesos.
El amor es una quimera, el invento burgués de un tísico romántico que brindaba poemas al sol. El no creer en el alma tiene sus ventajas: no siento los zarpazos del amor en el espíritu. Por eso cuando llega Morfeo, inmediatamente me escondo en sus alas confiado y libre de las mordeduras del alma. Pero esta noche por más borregos que cuento no consigo conciliar el sueño.
La sombra de un amor inexistente de infidelidades falto arañan los ventanales de mi casa. Un paseo tal vez me ayude a relajarme. Salgo a dar una vuelta. La luna estampa sobre el parterre su luz meridiana, lanza flechas de plata en el corazón de la estatua del parque. Luces negras garabatean la fachada del edificio de atrás. La luna es un volcán de brasas, de un blanco hiriente: nubes cual puñales de cal hirviendo que atraviesan mis ojos de par en par encendidos. Para colmo sorprendo a la vieja de mi vecina más borracha que una cuba meando a la luz de la luna.
Esta noche va descocada la luna, no luce su mantón velado, que viste de picos pardos. Es tan sangrante su fuego que me arranca de cuajo el sueño a tiras. En esta noche la luna regala su amor de humo. Baila la luna muy apretada al ciprés. Oigo un ladrido allá a lo lejos por las afueras del pueblo: un perro le tira los tejos al disco de las tinieblas. Ahora la luna le da un beso largo, lascivo al caño de la fuente. Arrastra, estira su cuerpo desnudo por la superficie del agua. La novia de la noche le pone los cuernos hasta el lucero del alba.
Me encandilan sus destellos, me ciegan las curvas, la redondez de este satélite altivo. Me repatea el murmullo de la noche que se sacude las pulgas mirando a la luna llena debajo del sauce. En esta noche la luna no irradia, quema. Y no purifica su llama, que infecta y peca, pécora de mil patrañas, afiladas tentaciones, rayos de provocaciones ahogadas en la ciénaga de mis entrañas.
Esta luna no es mi luna. En esta noche la luna enciende las margaritas, hace temblar a las piedras, despunta la siembra del césped, alborota el manantial callado; y mi vigilia, mis sueños, se me escapan de las manos en este páramo insomne de copulaciones muertas.
Odio el blanco de esta noche. Restriega la luna su vientre de leche amarga sobre las empinadas farolas de la avenida mayor. Tanto arrumaco en esta impúdica luna me desvela, me da celos. Esta noche la luna enseña los pezones, cabezas de dos culebras, de sus dos senos de nieve. Detesto la blancura de sus dientes, su sonrisa seductora, el esmalte de sus uñas. En esta noche la luna no deja títere con cabeza. Incansable no cesa hasta hacerse enamorar por el último peatón de la oscuridad de la calle.
Desando el camino y después de tres horas de caminata en balde, casi al amanecer, vuelvo a mi casa más hastiado que cuando la dejé. Y allí, despelotada, me la encuentro a ella esperándome en mi lecho. Si no quieres amor, me marcho -me dice. Cuanto más la odio, más la quiero. La detesto porque la amo. Y es su ambigüedad morbosa la que alienta mi deseo. Palpo su piel de luna. Huele a melocotón. Me abrazo a su cuerpo ardiente. Pero antes de poseerla, de catarla, lo pienso bien y le digo mejor no hacerlo, mi luna, si queremos que lo nuestro dure.
Y es tan grande mi descanso, que al momento sumergido quedo en el más profundo sueño sin conocer por supuesto el amor para así poder seguir amando.
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