miércoles, 30 de mayo de 2018

Las vendedoras del ocaso






Esta tarde han venido a casa dos jóvenes muy bellas, llenas de vida. Vendedoras de algo que no tienen: fraude, óbitos e infortunios. Trabajan en una agencia de seguros. Se han salido con la suya. Imbécil les he comprado por adelantado mi muerte, con lápida incluida e indemnización al canto en caso de ser aplastado por un rayo.

Cuanto mayor soy, más me cuesta librarme de la sombra de mi pasado. La memoria es inversamente proporcional a la distancia de los días que evoco. Y así noto, conforme voy entrando en años, que mi niñez acude más fresca, viva, con mejor paladar que el hervido de bajocas y cebollas que cené anoche. En cambio, el dulce sabor de las rebanadas con pan vino y azúcar con las que mi abuela Pepa, hace sesenta años, me regalaba, todavía hoy rebosan de gusto en mi boca. Dime de qué te acuerdas y te diré la edad que tienes. Contradicciones del tiempo.

Trato con mis recuerdos vivir de nuevo el pasado. El pasado es eterno:
Si me dieran a elegir entre tu recuerdo eterno y aquella sensación caliente, (ahora distante y fría), de mi dedos en tus hendiduras sagradas, escogería el recuerdo que guardo intacto de aquel tu quejido infinito que rompió el tímpano del placer de mis sentidos.
Y ya no sé si el ayer, tan lejos lo veo, que parece ciencia ficción. Entre la verdad y la ficción apenas hay un paso. Tan suave es la línea que los separa que no sé dónde empieza la fantasía y dónde la realidad termina, dónde nace la vida y dónde mi muerte acaba. Y es que ambas carecen de fronteras. La frontera es un invento humano para defendernos del miedo. Fronteras, si las hubiera, no las pondría la naturaleza que pule sus extremos y barreras con el púrpura de la verja que cubre la tumba amiga.

Hoy me acordé de mis antepasados y quise hacer un árbol genealógico para localizar mis cromosomas, los de una línea y los de otra. Y tiempo tuve de ver a mis nietos revueltos con sus filamentos jugando a la comba. Quise separarlos, pero al no saber cuáles eran los ramajes lilas, los malvas, verdes y rojos, no pude.

Soy un pez que se muerde la cola, (símil no muy acertado). Mejor diré que quiero ser esa serpiente que a sí misma se engulle para no morir jamás.

Las dos muchachas jóvenes, las vendedoras del Ocaso, después de haber hecho bien su trabajo, se han ido cantando:
El que la hace, la hace cantando.
El que la compra, la compra llorando.
Y el que la gasta no la ve.
Yo en cambio he visto las agujas del reloj de mis días caminar al contrario. Firmo la póliza. Tiene guasa. Pago por algo que nunca llegaré a disfrutar. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario