miércoles, 2 de mayo de 2018

No hay más cera que la que arde






Llevan conviviendo ya tres años. La imagen idealizada de su primer amor ha mantenido hasta hoy vivo y llameante el esplendor de su amor. Cualquier desavenencia en la pareja era suplida por la lumbre que aun calentaba sus cuerpos cada día. Pero como dice el refrán, no hay más cera que la que arde.

Tanto ella como él hubieran pensado entonces, cuando decidieron venirse a vivir juntos a este pequeño piso de Santiago el Mayor, que aquella hoguera gigante, aquel volcán incombustible, llegado un tiempo, se apagaría. ¿Acaso la tierra, a pesar de verse cada amanecer de igual manera, se cansa de girar sobre sí misma?

Aquella noche destemplada de un abril inusitado, él durmió mal. Se acostó temprano. Dobló una manta sobre su cuerpo desentumecido, no sabe si por la humedad, o debido al latir hastiado de su corazón partido. Se retiró a la salita. Quería perder de vista a todo el mundo. Estar a solas. Pero la soledad cuando es una huida y no un reencuentro ensimismado y voluntario, es mala compañera. Se sintió mal. Mal, por no saber salir airoso ante una insignificancia en la que ambos se enzarzaron como dos felinos por un mismo gato. La mutua visión sesgada frente al egoísmo injustificado de ambos.
Por favor, ¿puedes traerme un vaso de agua?
Cada vez que uno pedía algo por favor al otro, señal era de bronca y distanciamiento próximos. O lo que es lo mismo: negras nubes presagiaban una fuerte tormenta sobre sus cuerpos desajustados.

Una cosa es que yo sea bueno –pensó él-, porque me dé la gana. Y otra es que me obliguen a ello. Y así fue como de su boca brotó la siguiente máxima:
Todo lo que puedas hacer tú, mejor no los mandes a nadie.
Y este consejo, más que a consejo, supo a desafiante reprimenda. Luego vendría su indirecta a la sugerencia de ella:
¿Por qué no vemos el cine de la 2? Hoy ponen “El postre de la alegría” de Carmen Maura.
Él calló. Silencio negativo. Ni siquiera dijo no estoy para postres ni gaitas. Se levantó de la silla. Lanzó de mala gana la servilleta sobre la mesa. El huevo pasado por agua y el medio tomate partido allí quedaron felices en el plato, indultados por la cólera salpicada de su cara. Encendió la tele, puso La Sexta. Y para que ella no se hiciera ilusiones, y añadió:
Mejor tú te entretienes con lo que te dé la gana. Y a mí ¡déjame tranquilo ver el Intermedio!
Fuera en la calle, las protestas vecinales, las pitadas del tren espantando a los peatones, el ruido de los escudos de la policía contra los manifestantes ahogarían la disputa de la pareja.

Luego ella se encerraría en el dormitorio. Al rato él la oiría llorar. Para cerciorarse, bajó el volumen de la tele. A mí nadie me entiende. Lamento-flecha lanzada sobre el blanco de su oreja pegada a la puerta. Se desentendió de la porquería que estaban trasmitiendo. Apagó la tele. Dudó salir a la calle, o retirarse a la salita.

Muchas noches bajaban los dos a las vías para solidarizarse con los de La Plataforma Pro-Soterramiento. Los vecinos llevaban ya más de tres meses protestando por un muro construido que partía al barrio en dos mitades. Salir a barrer la calle cuando tu casa las tiene llena de mierda… Optó por retirarse a la salita. Se tumbó en el sofá. Apenas pudo dormir en toda la noche.

Lo peor de una situación en la que uno se comporta, no sabe si ridícula o acertadamente, no es la situación en sí, sino no saber cómo salir de ella, cuando al día siguiente vuelves a encontrarte con tu pareja. ¿Proceder como si no hubiera pasado nada? ¿Mejor, pedir disculpas? O tampoco. Enredarse de nuevo sería volver estúpidamente a la misma situación. ¿Esperar entonces a que sea la otra persona la que haga mención a lo ocurrido? ¿O acaso no debería ser yo, -pensó-, el que comience a encarrilar debidamente el asunto ya que fui el causante de tal desavenencia?

¡Pero no! De nuevo se encumbró en su ortodoxia machista, en su particular sentido de la ética y no sé en cuantos valores más, que si la superficialidad de una nueva civilización que irrumpe sin importarle nada la responsabilidad, la conciencia y la empatía. ¿Dónde, coño, vamos a ir a parar con gente así que no tiene en cuenta que los demás también tenemos sentimientos?

El pescado que se muerde la cola. ¡Y tú más! Los dos parecen políticos a la greña, amparados bajo el mismo maderamen de las Cortes, esa paga, esas dietas y comisiones que les cubren las espaldas y, que como el sol irradia de euros a unos y otros, ya sean enemigos o cofrades.

Pues bien, esa noche aturdido por pensamientos hilarantes que iban desde el compromiso político a su afrontamiento personal como pareja, se fue a dormir al sofá de la salita. ¿Dormir? No durmió nada. Un nudo de zozobra le ahogaba. Le costaba respirar. El pulso acelerado. Las sienes le martilleaban el cerebro. Llegó incluso a pensar que su corazón no llegaría a aguantar la presión. No comprendo cómo un simple y requerido vaso de agua es capaz desatar tanta angustia… Llegó incluso a desear la muerte. Así al menos se enterará de lo que vale un peine… ¿No será mejor acostarme y que mañana me encuentre felizmente dormido para siempre en el sofá de la salita o hecho un fiambre junto a las vías del paso a nivel?

Lo peor de este insignificante desencuentro no es la nimiedad de un simple vaso de agua que lo provocara, sino que este incidente fuese el primero de una cadena interminable. Ya ninguno de ellos volvería a dormir en la misma cama. Basta con que las cosas sólo ocurran una vez para que se perpetúen en la monotonía vergonzosa de un apareamiento simulado. ¿Qué más da que el vino de la felicidad se escape por la más insignificante grieta de un odre picado, si al final, tarde o temprano, el odre quedará vacío?

La incógnita de este relato no es saber si la mujer encontrará muerto al marido en la salita a la mañana siguiente, ¿Qué importancia tendría tal resultado? Lo que cuenta no son los hechos de esta trama ocurrida junto a las vías de un paso a nivel, sino el sentimiento de quienes, viviendo bajo el mismo techo, ya no comparten lecho conyugal alguno.

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