domingo, 6 de mayo de 2018

Gallo a la pepitoria





El otro día me atraganté con un hueso de gallina. Desde entonces me cuesta trabajo respirar. Apenas puedo probar bocado.
Son la 13:20. Séptima planta. Hospital Morales Meseguer. Seis o siete hileras de asientos amarillos frente a un reloj de pared me dan la bienvenida. No estoy enfermo ni tengo cita. He venido con quien el otro día me comentara que andaba mal del garguero. Le atienden ya en neumología. 

Mientras, espero. Estoy aquí a la caza de alguien que impresione mi inventiva, que me seduzca con su físico para así describir su caracterial grafología. Simple gimnasia descriptivo-literaria. Día mundial del pollo, -leo en un tríptico a mi alcance-, reduzca su grasa abdominal. Cojo el folleto y por la parte de atrás me pongo a escribir. Para no aburrirme, me entretengo en este sudoku de letras sueltas, como quien hace ejercicios para combatir el colesterol ilustrado.

Justo delante de mí, una mujer. Ignoro su edad. Se me da muy mal calcular la edad de cualquiera, sobre todo si se trata de aves de alto vuelo. En mis años de estudios siempre suspendía Psicología Evolutiva. Un día llegué a confundir la pipa de Piaget con los años de la Isabel Preysler.

Más que en la cara de la mujer que me da la espalda, me detengo en sus manos. Las manos mienten menos que el rostro. Me pasa lo mismo con mis gallinas. Cuando por imperativo del hambre o por mor de la supervivencia de la especie galliforme tengo que matar alguna, siempre tengo mis dudas. Primero miro el plumaje del buche, si lo tiene desplumado. Luego me fijo en la cresta, si la tiene doblada para abajo. Finalmente miro los espolones. Pues bien, a pesar de todas las precauciones habidas y por haber, nunca acierto. Cuando después regreso al gallinero, siempre encuentro alguna más vieja que la que maté.

Mientras escribo, la mujer se levanta de su asiento. Acaban de nombrarla por los altavoces: Fulanica de tal, acuda usted a los servicios de quiropraxia. Los amarillos del plástico parecen sentirse aliviados, lucen distendidos y mejor su cromática doradura. La mujer me mira de soslayo, como si acertara que escribo de ella o que trato de adivinar el tinte de su cabellera. En ese momento, descubro que no es una mujer. Es un joven. Eso sí, sus manos son de porcelana y verde esmeralda, su cabello,

Ya veo que sale mi amigo de la consulta del médico. Doy por finalizada mi redacción lúdica. Le pregunto:
¿Cómo estás?
Nada, estoy bien. Pero el especialista dice que debo cuidar mi alimentación.
¡Vayamos pues! Hoy invito yo. ¿De menú? Gallina a la pepitoria.
Luego ya en casa, los dos puestos a la mesa, me dice:
¡Esta gallina, para mí que no es gallina, sabe a carne dura congelada!
¡Coño! ¿A que maté el gallo?

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