domingo, 27 de mayo de 2018

Esclavo de su propia víctima



Dice Octavio Paz hablando de los libertinos que éstos irremediablemente necesitan al otro. Y en ello va su condena. Dependen estas personas siempre de su objeto. Son esclavos de sus víctimas. Y a raíz de este pensamiento el recuerdo, no sé por qué, me llevó a los días que estando yo en la cárcel fui compañero de un tal a quien llamábamos Maturana.

No sólo es caprichoso el recuerdo, pues viene o no viene cuando le da la gana, sino que su presencia-ausencia a veces me sorprende, me coge descolocado. Y al ignorar yo cuál era el motivo de que tal recuerdo me visitara, quise averiguar si había relación entre lo que yo en aquel momento leía y la persona en concreto de aquel compañero de celda que después de tantos años a mi cabeza venía mientras yo me recreaba con La llama doble del Nobel de Literatura.

Llevo un tiempo obsesionado porque cada vez con más frecuencia olvido el nombre de las cosas. Ayer, por ejemplo, hablando con un amigo, a mi boca no venía cómo se llama esa mata que huele tan bien y que utilizamos para preparar el mojito cubano. Y a pesar de tener en mi casa una maceta con esa planta y acudir a ella y llevarme a la nariz unas hojitas de dicha hierba, para ver si con su olor acertaba yo a llamarla, su nombre se me resistía.

No hablo yo ahora de filosofías del pensamiento, de que si el lenguaje nos lleva al conocimiento o viceversa, me refiero en concreto a esa habilidad de la memoria de reconstruir el pasado que con la edad se deteriora. O lo que es lo mismo: los recuerdos me visitan a veces sin razón, desprovistos de referencia alguna o camuflados en mi propia mentira, es decir sin venir a cuento, como en el caso de aquel mi antiguo compañero de celda. Las sombras del pasado de tal manera desdibujan aquel presente vivido que llego a pensar que su recuerdo nada tiene que ver con lo que en realidad ocurriera entonces.

Estaba cumpliendo condena el tal Maturana en la Prisión Provincial por haber matado en un ataque de celos a su novio. Se citaron los dos en los bajos de unas viviendas a medio construir a la salida del Desvío del Enchanche. Luego se enzarzarían en una pelea de infidelidades mutuas, hasta que El Maturana no pudo contenerse, cogió una gran piedra que encontró a mano, y le partió la cabeza dejando allí mismo hecho un escabeche a su amante. No era malo este hombre. Siempre se ofrecía a prestarnos favores relevando a los demás reclusos en las tareas de limpieza, haciendo incluso la colada de nuestras prendas más íntimas, ser el recadero de todos, traernos del economato un cartucho de pipas. Jamás en mi vida había tenido yo la oportunidad de convivir tan cerca con asesino tan servicial. En la cabecera de su cama pegado en la pared tenía la foto de su novio. ¿Cómo es posible, -me preguntaba yo entonces-, que los ojos del Maturana quisieran tener siempre delante a quien un día le segó la vida, a no ser que quisiera de esta manera purgar su culpa? Y fue entonces cuando comprendí lo que Octavio Paz tal vez quiso decir con aquello de ser esclavo de su propia víctima. Un día incluso llegó a decirme el Maturana: Lo maté porque a rabiar le quería. Y es que en el nombre del amor el ser humano es capaz de todo.

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