martes, 15 de mayo de 2018

La Editorial







Hace ya más de quince años. Y sigue esperando. Miente, fue tan sólo antes de ayer. Y ya no espera nada. Para el caso es lo mismo. Nada más salir de aquella Editorial, Opekú supo que jamás aceptarían su novela.

Aun sólo faltando dos semanas para la entrada del verano, aquella mañana hacía un frío inusual. En una región, en la que casi siempre es primavera, muy mal le habrían de ir las cosas para tiempo tan desapacible. Además, un viento a rachas y descontrolado espantaba de las terrazas a los guiris que a esas horas acostumbran desayunar paparajotes con chocolate.

La editorial se encuentra en el cogollo de la capital, rodeada de museos, iglesias de estilo barroco, como la de San Juan de Dios, propiedad de la Diputación, la fachada de la Casa Consistorial con sus cuatro columnas estriadas, el Palacio episcopal, la Cocinilla de las hermanas Paúles y las entrañas enterradas de un rey sabio en la Capilla Mayor de una catedral rococó. Todo un espacio atemporal, inmutable, inconmovible. Tan sólo la alegría del aleteo de las palomas sobre las cabezas de Santa Teresa y San Hermenegildo del retablo de la catedral de Santa María rasgaba el velo de la eternidad muerta del casco viejo de la ciudad.

Opekú atravesó la Plaza de la Cruz. Pasó por delante del Colegio Mayor de los Padres Operarios, donde en sus aulas bizantinas él cursara el trívium, el cuadrivium y otras disciplinas veneradas. Justo a continuación, está la Editorial a la que esperanzado dirige sus pasos. Le recibe un joven, sonriente y agradable, rodeado por bardas repletas de enciclopedias, biografías de santos, encíclicas y misales. Su cara le lleva a otros tiempos en los que él también rodeado estuvo de libros sagrados, divinidades y credos.

Si Opekú es hoy aficionado a escribir, se lo debe a aquellos seguidores de Mosén Domingo y Sol, los preceptores de aquella su juventud devota que le castraron las ganas de leer, como a un gato sus órganos genitales. Le acusaban de herético, dándole a ver con el dedo de su ordeno y mando los títulos proscritos en el Índice Prohibido, los mismos libros que él, sin malicia leía, en aquella etapa de sus estudios de Humanidades. Algo bueno tendrán estas novelas –decía entonces Opekú-, cuando no me dejan siquiera echarles un vistazo. Y como se le privó de la lectura, no le quedaba otra, se puso por tanto a escribir.

Entró en la Editorial, ese bodegón de un barco viejo anclado en los bajos de un ancestro caserón. Opekú insinúa al joven con cara de Salzillo la posibilidad de dejarles un manuscrito para su publicación. Hablan del contrato, de la maquetación, de los derechos de autor, de las galeradas, de los trámites a seguir hasta su publicación definitiva. Luego cuando el escritor en ciernes cree zanjado el asunto, el joven muy amable, tras su mesa de palo santo policromada, comenta:
Pero antes debe decirnos el título de su libro, de qué trata, cuál fue su motivo al escribir, por qué ha elegido nuestra editorial…
No le costó enrollarse acerca de contenido de su novela. Casi de corrido el autor se ve sorprendido por sus propias palabras:
He pretendido con esta obra preguntarme por el sentido de la existencia, la inmortalidad, el más allá… “Las Puertas de Plutón”, tal sería el futuro nombre del libro. Una novela en la que su protagonista se cuestiona si tras la muerte nos aguarda otra vida, Y si llamo Puertas de Plutón a esta novela es por aquella entrada mítica al Reino del Hades, habitada por Cíclopes y Moiras. Una historia auto ficción, contada desde la credulidad agnóstica y el escepticismo creyente…
El muchacho, tal vez desconcertado por la contrariedad de las últimas palabras de Opekú, escurrió el bulto:
En este caso, deberá usted hablar con el gerente de nuestra Editorial.
Y al instante le señala a un señor mayor que tras una vidriera de colores pule las letras de oro de un pergamino. El hombre deja su tarea y viene a su encuentro. Lleva el gerente en la solapa de su chaqueta negra una medalla de San Patricio. Le da a atender a Opekú que ya sabe el motivo de su visita.
Serán los de arriba, -exclama alzando sus ojos al techo-, los que después de leer su manuscrito, aprueben su publicación.
Entendió Opekú el adverbio arriba, utilizado por el gerente con cierta unción, como una referencia al Consejo de Redacción de la Editorial tal vez reunido en el entresuelo del edificio, aunque por la expresión mística que vio en su mirada pensó más bien que se refería al mismísimo Espíritu Santo, aquella otra ave de la Gloria de Bernini, el Paráclito, poseedor del don del conocimiento. En todo caso Opekú intuyó que el gerente le aconsejaba que desistiera de su propósito. Y como si estuviera delante de Bukowski, el de quédate con la cerveza, esto es lo que creyó el escritor escuchar: Las bibliotecas del mundo bostezan hasta dormirse.

Aun así, Opekú insistió:
Un libro que se interroga sobre la inmortalidad, ¿acaso no debiera figurar entre las publicaciones de Editorial tan entregada a libros de espiritualidad, apologías y otras sanaciones piadosas?
El gerente, sin más, se retiró a sus menesteres, o sea: se empleó en seguir sacando brillo al oro de las letras de un códice grecolatino. Opekú no pudo seguir hablando de lo que en su cabeza rugía: que si le costaba menos creer que la increencia misma, que no trataba de convertir su increencia en dogma de fe, que si la fe era fe, debería ser atea, iconoclasta, polisémica y cosmopolita, que la fe no era sino un deseo, un salto al vacío, aquel “saber no sabiendo”, que aún a pesar de lo que la Editorial pensara las religiones del mundo tenían para él toda su consideración.

Quedaron por tanto a solas con Opekú el empleado de la Editorial y otro cliente que acababa de llegar. Éste último, al escuchar la proclama del autor de Las Puertas de Plutón, le miró como mira una carpa fuera del agua a quien le da captura. Opekú sacó entonces de su macuto dos copias manuscritas de su libro. Le entregó una al pasmado cliente y, otra al joven empleado de la Editorial. A este último además le dejó también su número de teléfono. Por si un caso, -le dijo.

Pos Data: 
En honor a la verdad, quien esto escribe no quiere pasar por alto el buen trato recibido durante el tiempo que el autor del manuscrito Las Puertas de Plutón permaneció en el despacho de aquella Editorial. Precisamente ese buen trato fue para Opekú la señal más clara de que rechazaban su obra. El que unos señores se desentendieran de tema tan transversal como es la vida y la muerte, asunto al que por oficio y vocación ellos se debían, le escandalizó sobremanera. Aun así sé de buena tinta que si algún día llamaran a Opekú para decirle que su manuscrito goza de su imprimátur, este escritor estaría dispuesto a renunciar a las ganancias por sus derechos de autor con tal de que esta Editorial ante notario le prometiera un cacho de ese cielo suyo que prometen.

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