En otros lugares el paisaje es más franco. (Sylvia Plath)
Nunca pudo comprender que a un inspector de policía le gustase la poesía, esa poesía cursi y romantiquera, hecha a base de piropos y pedazos sueltos de frases hueras que tanto a las chicas le disgusta, salvo a esas muchachas tontas que prefieren ser princesas.
Sólo una vez ensimismado vio bajo el brillo de la luna a un guerrillero limpiar su fusil la víspera de ser acribillado por aquel dictador que se bebía la leche de las nodrizas que por las noches violaba.
Nunca pudo comprender que un jefe de prisiones escribiera sonetos enmarañados de rimas a contrapié en el zaguán de la cárcel, esos endecasílabos engolados, hierba seca que ni a los conejos de alimento les vale.
Sólo una vez, allá por la Cuba colonial, vio a un revolucionario, que tanto para contrarios y amigos, en todo momento, granizara o diluviara, rosas blancas cultivaba.
Nunca pudo comprender que aquel joven que acompasaba sus endechas con acordes de guitarra y violín, y que a todo el mundo encandilaba por su voz y su belleza, comandara al mismo tiempo el pelotón de fusilamiento frente a la tapia de un cementerio agujereado por las balas.
El agua no puede ser fuego que arrasa, ni la poesía, dinamita que mata, -se decía.
Hasta que un día, aquel que nunca entendiera que la muerte y el poema fueran huevos de un mismo nido, encontró a su amiga Sylvia Plath asfixiada por el gas con su cabeza metida en el horno de la cocina.
Un inspector de policía, que viva en La Alcayna, y que se apellide Vivas, seguro que es raro, raro, que no le gustase la poesía.
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