jueves, 24 de mayo de 2018

Un mal sueño






Me levanto cansado. Los sueños me han dejado rendido. Las neuronas gratinadas por el bochorno de la noche estallaron como misiles dentro del microondas de mi cerebro. No pude pegar ojo. Y en los pocos momentos que lo hice, me vi envuelto en batallas sin sentido. Por eso esta mañana, ando abatido cual soldado en plena campaña. Mi cabeza, completamente vacía, separada del cuerpo, no parece mi cabeza. El resto de mis miembros, dislocados. Desnucado, incapaz de pedalear. Me dirijo en bicicleta al trabajo.

A medida que pasa la mañana, poco a poco voy librándome, o mejor dicho, centrándome en el sueño. Irónico el sol saluda por el borde de la montaña, suavemente se desliza por las tejas rojas del alero de las casas, hasta tocar mis hombros con las sombras de sus manos luminosas. Allá en las olimpiadas de Barcelona, López Zubero y José Manuel Moreno celebran con champán sus estrenadas medallas de oro. Últimos de Julio. 1992.

En cambio, el sueño al que me refiero no sé en qué época tuvo lugar. Planos de canto, superpuestos en el tiempo acuchillaban la orbital esfera de mi vida. Difícil adivinar a qué puntual cronología de mi pasado hacía mención el sueño. Los sueños, siempre con su aureola tonta de intemporalidad presumida.

Estaba, yo no sé, si recolectando tomates por los viveros de Marruecos, cortando limones por la huerta de Alguazas o recogiendo platos de las mesas del comedor del Colegio Mayor donde estudiaba. O puede que ya me encontrara en una de sus aulas impartiendo clases de Historia, esa asignatura por mí la más odiada. Desde que allá por el mayo francés escuchara aquel slogan Olvídense de todo lo ocurrido. Comiencen a soñar, siempre se me resistió esta disciplina con sus retrógrados ojos sobre su espalda. Y vi a Parménides y Heráclito batiéndose el cobre encima de una de aquellas mugrientas mesas alargadas del comedor. Allí también estaba la Conserje vestida de uniforme con un manojo de llaves que le colgaban del cinto. Me quedé rezagado recogiendo cubiertos llenos de pringue. Mis compañeros me habían dejado solo en esta tarea que debería haber sido compartida. Me sentí utilizado. Recogía las sobras de la comida, cortezas de naranja, raspas de pescado que depositaba en un cubo. Una monjita invisible tras un torno se encargaba entre ruidos de vajillas y sonrisas sofocadas y rezos susurrantes de devolver el brillo a cacerolas y tazones donados al Colegio por algún devoto de la Virgen Blanca, aquella imagen de alabastro que presidía el patio de nuestros recreos.

A todo esto la conserje o la monjita, (no me acuerdo), sin tener en cuenta el esfuerzo al que voluntariamente o por obligación sublimada yo devotamente me empleaba, apagó las luces del refectorio, dejándome en penumbras. Le grité a voces que encendiera las luces que aún no había acabado mi tarea. Ah bueno, perdona, -me contestó, pero sin encender de nuevo la luz. Luego oí como echaba el pasador de la puerta por fuera. Me quedé encerrado sin poder salir de allí. La llamé a gritos. Su única respuesta, unas carcajadas suyas, crueles y sarcásticas que resonaban cual las de la bruja del cuento de Hansel y Gretel tras las rejas de la jaula aquella.

Dentro del mismo sueño me quedé dormido. Aun así, el horror, el pavor de verme allí enclaustrado en aquel cilindro de madera que no cesaba de dar vueltas como una peonza, no desaparecían de mi cuerpo desarmado. Temblores epilépticos me apalearon, me dejaron estremecido. La sala del comedor se convirtió de pronto en un vagón vertiginoso y oscuro en medio del abismo, un mar siniestro, la celda de una prisión. Y a pesar de que yo dormía casualmente con una mujer no pude conseguir la calma. La mujer a la que en ningún momento pude ver la cara, se levantó para ir a ducharse y aliviar así el calor pegajoso e insoportable de aquella noche de verano. Volvió luego a acostarse a mi lado. Yo seguía soñando. Ella rozó su cuerpo con el mío. Sin pensarlo dos veces le sacudí un solemne guantazo en plena cara. Abrí los ojos desorbitados. A mi lado por supuesto ninguna mujer dormía. En aquellos años yo aún estaba soltero, era virgen. El sueño me dejó muy mal. Me sentía culpable. Me incorporé. Encendí un cigarro para tranquilizarme. Me dije: Sólo ha sido un sueño. No has estado con ninguna mujer. Tu voto de castidad  todavía te mantiene a salvo.

Mientras pedaleo camino al trabajo, taciturno y triste me pregunto cómo un simple sueño nacido de las telarañas del olvido pudo meterse tan hondo. ¿Quién podría ser la mujer a la que arreé tal sopapo? ¿La cara del mendigo con el que ahora me cruzo, esa joven esbelta tras la cual se van mis ojos, y que por poco hace que me caiga de la bicicleta, el acartonado rostro del viejo que ya ocioso ocupa el banco del jardín de Floridablanca?

Todos ellos podrían haber sido aquella persona del sueño a quien no pude ver la cara. Hasta yo, mintiéndome a mí mismo. Lo supe cuando llegué al instituto donde daba clases de Geografía e Historia. Nada más entrar en la sala de profesores, allí estaba ella, la mujer que me dejara a oscuras en el comedor. Me saludó muy amablemente, moviendo a modo de alegres campanillas las llaves que llevaba en la mano. Luego al ver mi cara de inquietud me dijo con sornas de cierta complicidad que no pasaron desapercibidas para el resto de los compañeros:
A ti hoy te pasa algo. ¿Te duele la cabeza? ¿O acaso has tenido un mal sueño?



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