sábado, 21 de abril de 2018

Mocovi-Macavi, el cuento inacabado







Después de varios años, vuelvo en el silencio de la noche de mis días a contar un cuento a mis hijos. A través de sus años infantiles, un cuento les conté, (y aún hoy sin acabar). Todos eran el mismo cuento, el cuento improvisado de Mocovi-Macavi, así se llama su eterno protagonista. Cada vez que acude la nostalgia de mi paternidad olvidada a darme de comer de su grano melancólico, me cobijo bajo sus dulces alas y regreso al cuento de siempre. Ese cuento en el que guardo lo que no tuve ni tengo. Será por eso que nunca consigo terminar el cuento de Mocovi-Macavi.

Estábamos la familia al completo, en casa de unos amigos. Sus dueños, generosos, nos la habían dejado para pasar unos días de vacaciones. El pueblo se llama Bubión. Está enclavado en lo alto de las montañas de Las Alpujarras.

Son ya más de las once de la noche. Mis hijos, mi mujer y yo estamos acostados en la misma habitación. Aun siendo pleno verano, nos protegemos del fresco con unas suaves sábanas que nos envuelven con el grato perfume a ropa limpia, el cálido aroma de una hospitalidad desinteresada que huele a montes de Andalucía. No cerramos las contraventanas como lo hacíamos en La Paloma. La deslumbrante luz de los soles nocturnos con el impertinente amarillo de las farolas invernales de la placeta del barrio bullicioso y monótono de nuestra habitual residencia, arrugaba nuestro ceño, nos electrizaba, cegaba la ventana de nuestros ojos que allá se resistían al descanso. Aquí en cambio, la oscuridad de la noche ilumina de placer nuestros ojos. Aquí, descansamos, sin tener que dormirnos.

Aquí los luceros y cometas pueden entrar con facilidad en la habitación. Allí en la Paloma, tapiados al ruido de la chiquillería, nuestro sueño insomne tenía las puertas cerradas a nuestra imaginación prisionera. No como ahora que acaban de colarse por la ventana una veintena de estrellas. La que parece la capitana, la que lleva en su frente una bujía de cinco puntas, nos pregunta.
¿Familia, habéis visto a la luna? Llevamos tras ella desde que se hizo de noche y no la encontramos por ningún sitio.
Las estrellas creen que la luna se ha perdido. Buscan en los armarios, debajo de la cama. Meten sus manos de plata en los bolsillos de nuestras prendas colgadas del perchero de tres patas. Salen lo mismo que entraron, apesadumbradas. Ahora buscan fuera, entre los nidos de los castaños, merodean por las ramas de los nogales que bordean el río. A lo lejos se oyen los compases de un organillo frente a un bingo provisional montado por unos vecinos para sacar algún dinerillo para las fiestas del pueblo. Estrellas, luceros y cometas en fila hacia allí se encaminan para reanudar su batida en busca de la luna que se les perdió cuando con ella jugaban a la una la mula, por ver si se se esconde entre los sones de los pliegues del acordeón pachanguero.

Justo detrás de la ventana por la que se cuelan aromáticas exhalaciones a manzanilla e hinojo. Cuatro mulas musculosas atadas a una encina cabecean intranquilas sus tristes antojeras al no ver a la luna salir por la cuesta de El Veleta. Las mulas, ayunas de las caricias de la luna, no pueden coger el sueño. Dos muchachas bellas y enamoradas buscan inquietas por los alrededores del lavadero, en la fuente, entre los pámpanos de las viñas, escarban hasta en los montones de greda que se extienden a lo largo del camino que atraviesa el pueblo. Lloran las jóvenes porque las espigas de plata de la luna no alimentarán esta noche el amor que las enardece. Los tejados de pizarra de estas humildes casas en escala no brillan, están en duelo por su luna extraviada.

Mis hijos, tienen los ojos cerrados, no sé, si aburridos por mi cursi relato, o tratando ellos también en el umbral de sus sueños de encontrar a la luna, guiados por aquella máxima de El Principito: Lo esencial es invisible a los ojos. Yo, ahora, bajo el tono de mi voz para hacer este cuento más audible e interesante.
Hijos, levantaros. Acercaos a la ventana, Mirad, ¿no veis allá en lo alto del campanario a Mocovi-Macavi vestido de almuecín? ¡Escuchad!
Y estas fueron las tranquilizadoras palabras que oyeron mis hijos desde el campanario de Bubión. El eterno protagonista del cuento inacabado salmodiaba mirando al escenario del cielo de la noche:
No os aflijáis, estrellas del firmamento. La luna ni se ha perdido ni os abandonará nunca. Dejar de buscar inútilmente por ribazos y rincones. Esta noche, los hijos de una familia que ha venido a pasar unos días a Bubión quieren estar un rato a solas con ella.
Luego mis hijos, sorprendidos y a la vez incrédulos, regresaron de nuevo a la cama. Y vieron que la sábana era realmente la luna que los resguardaba del frescor de la noche. Mis hijos por fin se durmieron. Lo supe porque oí el respirar tranquilo de sus ronquidos suaves y pausados, como el run run del tren que frena sus pasos al llegar a su estación preferida, la parada de los sueños.

Y al instante vi yo salir a la luna de la habitación. La seguí de lejos. Y luego la vi encaramada sobre los lomos del pueblo de Capileira jugando de nuevo con las estrellas a la una la mula, a las dos la coz, a las tres, san Andrés, a las cuatro que te aplasto...

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