Del tamaño de una octavilla padre recortó un trozo de cartón de una caja de zapatos que sacó de la covacha. Mi madre, sentada frente a la mesa del comedor, aquel mueble de patas torneadas que sólo utilizábamos en las grandes celebraciones, (muy pocas y parcas), se dispuso a escribir mi nombre, cual un preclaro notario que da fe de un acto trascendente capaz de cambiar la historia del tercero de sus cuatro hijos. La elegancia clara de su letra cantó mi nombre y apellidos como si madre fuese la contralmirante del puerto y yo, el barco presto para zarpar rumbo a un lugar tan feliz como incierto. Luego cogió aguja e hilo y cosió el cartón sobre el lomo más visible de aquel bulto enrollado. A fuerza de apretar toda la familia al unísono con nuestras manos y rodillas sobre aquella masa blanda y a la vez indómita, redujimos el colchón a la rueda contenida como si de un gran churro de borra se tratara.
El colchón no era de lana ni de pluma. Era de borra. A un fámulo como yo, no correspondía hacer ostentación alguna. Mis estudios iban a ser costeados por una buena señora sin descendencia, esposa de uno de los más acaudalados comerciantes de Azulada. Todavía los habían más pobres. Su colchón era, no ya de borra, sino de perfollas. E incluso habían compañeros que no tenían ni sábanas ni colchón, sujetos estaban a la caridad, esa otra señora a la que siempre se la espera, pero sin saber si acertará con su paradero.
Con ser el colchón lo más abultado de mi equipaje, no fue lo más importante para mí. Recuerdo, al hilo de la grandeza de lo pequeño, un gesto que a lo largo de mi vida siempre ha permanecido vivo como consejo y metáfora. Estaban unos compañeros prepotentes riéndose de mi baja estatura, cuando un tercero intervino en mi defensa. Sacó, este último, un pañuelo de su bolsillo, lo estiró alargándolo lo más que pudo hacia arriba sujetándolo sólo por su extremo inferior. Lo colocó empinado, haciéndonos ver como la punta se doblegaba por sí sola, lánguida, a pesar de su largura. Luego acortó el pañuelo, lo agarró por su base, de manera que el pañuelo mostraba diminuto apenas una de sus cuatro puntas, pasó varias veces su mano con fuerza como queriendo derribar la punta de aquel pañuelo sin conseguirlo. No dijo más. Todos entendimos. Yo por entonces aún no había leído al profeta Ezequiel: hasta los más altos cedros del Líbano caerán desplomados sobre montes, arroyos y valles.
Antes de doblar el colchón, mi padre, mi madre y mis hermanos, sin yo darme cuenta, introducirían algo, que sin apenas ocupar espacio, fue muy grande para mí. Sólo, cuando llegué a mi destino y desaté el colchón en medio de aquella soledad estrenada, supe qué es lo que era.
Además del colchón, me acompañó también, en aquel mi primer viaje, con solo diez años, a la capital de mis estudios, la “bolsa azul“. En un saco de tela recia madre iba metiendo camisas, calzoncillos, toallas, sábanas y pañuelos recién planchados y envueltos entre lágrimas disimuladas de dolor y alegría, ese compuesto característico que siempre colorea de nostalgia los grandes acontecimientos de nuestra historia. Esta misma bolsa azul luego yo la devolvería, cada quince días, en el coche de línea que salía de la Plaza de santo Domingo, carretera de Fortuna, Barinas, Pinoso..., hasta llegar al pueblo, también azul, la Azulada de mi niñez tan añorada como sentida. En aquella bolsa metía yo también la ropa sucia junto con mi murria y una esquela reveladora en la que comentaba a mis padres y hermanos las novedades de mi nueva estancia en aquel centro vocacional que tenía su enclave cerca de la vieja condomina. A la semana siguiente esta misma bolsa me era devuelta. Un viernes sí y otro no la recibía con gran esperanza y sorpresa. Nada más soltar el lazo corredizo que la anudaba por su boca, salían de su interior efluvios calientes a hogar, madre, padre, hermanos, mezclados entre manzanas, algún que otro chorizo, galletas y un paquete de libricos. Nunca faltaba la media docena de huevos reconstituyentes e imprescindibles para que mi cerebro no se disecara con tanto latín y disciplinas. Con ser feliz el acontecimiento de la llegada de la bolsa, lo que más ansiaba de ella era la carta que de mi casa ellos también me escribían, metida en una de las camisa que aún olían al calor de la plancha. Me contaban cosas de mis abuelos, sus oliveras del malecón, de la última nevada, de lo bien que le iban a mis hermanos en su trabajo, o de mi hermana entusiasmada con su novio, un buen muchacho, responsable y honesto que a la sazón vivía dos calles más abajo de la nuestra, en la calle san Pascual.
Junto a la bolsa y el colchón estaba también la maleta. Ésta era de madera compacta, pulimentada. Y como no tenía ruedas, como las de hoy que corren alegres y sueltas andenes, colegios y aeropuertos, probé delante de todos a cargarla sobre mis escuálidos hombros. A punto estuvo la maleta de caer al suelo rompiéndose la crisma. Madre dijo entonces:
Hijo, cuida bien esta maleta que es la misma que padre llevó a la mili. Con ella hizo también la guerra por los montes de Madrid. Ella es la que te habrá de llevar a consagrarte como dignatario de la iglesia.De las tres cosas, el colchón, la bolsa y la maleta, además de aquel último cromo que antes de subir al autobús mis hermanos me regalaron para completar mi álbum de la liga de fútbol de aquel año mil novecientos cincuenta y tres, hoy, después de sesenta años ya no queda nada. Sólo una cosa guardo, imperceptible, que no tiene cuerpo ni forma, aquel sentimiento hermanado que mi familia metió en aquel hato y que siempre me acompañará vaya donde vaya.
Precioso recuerdo, tan real que parece autobiográfico. ¡Que gran presbítero se perdió la iglesia! Un abrazo.
ResponderEliminarMe veo reflejado en cada palabra escrita y me has hecho retroceder a mis dos años de internado.
ResponderEliminarUn saludo.