jueves, 5 de abril de 2018

Majestades en el trono de un váter






Anoche hablé contigo. Dejaste mi corazón triste. No es que me dolieran tus palabras, es que intoxicaste el engranaje de mi alma, los bajos del coche de mi andar a trompicones. Te quejabas de la superficialidad que nos afea y afanamos, del barro que almacenamos como fondo, petulantes:
Somos unos estúpidos. Andamos embebidos de apariencia como mariposas distraídas, sin atender a lo que de verdad importa.
En tan sólo diez minutos, -el tiempo que duró nuestro encuentro-, repetiste más de diez veces de la superficialidad su latiguillo. Yo dije algo así como que te veía metida en el estribillo de un enjambre con él que yo también a cada aleteo me enfrentaba: simpatizo con los que me caen mal, -te dije-, y me enfrento a quienes me seducen por su buen hacer y corcondancia. Hay cosas que se dicen y no vienen a cuento, pero precisamente porque nacen inconscientes, son por ello adecuadas, convincentes.

Esta mañana, después de haber dormido abrazado a tu superficialidad más íntima, me pongo a escribir un soneto a tu trivialidad que también es la mía. Todos somos, por igual casquivanos, gafes y vulgares, mierda pinchada en un palo y majestades en el trono de un váter. Y si acaso los demás se comportan de manera distinta es porque son como nosotros, papanatas y ramplones.

Espumas engreídas de apariencia
ignoran su existencia ennoblecida.
Tan grande es su opulencia enaltecida
que cubren burladora su inocencia.

Compuesta la chiquilla presumida
se afea con las cremas su hermosura.
Está más bella y linda su figura
sin darse tanto aceite entretenida.

Subióse a un alto monte la paloma
por ver si a gavilán llegar podía.
Su gracia natural con esta broma

se vio desparramada en la agonía
de un ave que por celos se transforma
en algo que a su ser no respondía.

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