lunes, 19 de marzo de 2018

Papá lobo




Se disfrazó de lo que realmente era, de lobo. Era carnaval. Aquel año en el instituto de Floridablanca, representaron el cuento de Caperucita. El desfile hace ya más de veinte años que tuvo lugar, pero papá sigue aún con el disfraz puesto.

Hoy, nada más llegar a casa encuentra a su hija tumbada en el sofá. Sistina escucha abstraída y embelesada al Dúo Dinámico. Por entonces aún no se había inventado internet, los móviles, ni el facebook. El padre lobo se encara con la muchacha:
Si estudiaras las mismas horas que te pasas el tiempo oyendo música, mejor llevarías el curso. ¿No te da vergüenza haber suspendido tres asignaturas?
Sistina como quien oye llover continúa ensimismada escuchando “Resistiré“. El padre Lobo ni corto ni perezoso, sin que la hija se dé cuenta, desconecta los automáticos de la luz, dando entender que ha sido una avería inesperada de la central. El padre, además de ser un lobo astuto, es también ilustrado y borde. O lo que es lo mismo sabe muy bien cómo hacer daño, cómo tapar sus intenciones. Coge de la estantería Rayuela de Cortázar, más por lo que el libro le atrae, que para dar a entender a la hija que su padre bien que se interesa por la cultura, no como ella que no hace sino malgastar el tiempo tirada como un cardo borriquero en medio de un sequedal.

Al padre le gustaría ahora que la hija dijese algo, por ejemplo:
Papá a mí no me engañas. Has sido tú con tu mala leche el que has apagado la luz.
De esta manera al verse descubierto por la hija, se sentiría aliviado, como exonerado por querer conseguir de su hija las cosas por medio de la coacción y la mentira. En el fondo el padre no soportaría por mucho tiempo el peso de su infracción oculta. Más pronto que tarde encontrará el medio de delatarse a sí mismo para saldar así su propia deuda. Sistina es mucho más sagaz que el padre. La hija no le da al progenitor la oportunidad de disculparse, de que se arrepienta. La muchacha calla. El padre al fin cede. Quiere demostrar a Sistina que no actuó de buena fe al desconectar los fusibles de la luz.
Hija, dale a luz.
El padre pasa de Cortázar, de Rayuela, de la Maga, del jazz y del sursum corda. Se siente malo, malo por no saber ser un buen padre. La maldad le crispa. Deja el libro de malas maneras sobre el tresillo, como quien de un solo martillazo golpea una púa sobre unas maderas mal ensambladas. Siente asco de sí mismo. El haber tenido que recurrir a la estratagema irrevocable, sibilina y dolosa de los plomos de la luz le repugna y le avergüenza. Al padre le duele no haber sabido estar a la altura como padre. En caso de que la hija, en lugar de reaccionar de la manera que lo hizo, se hubiese avenido a coger sus apuntes de mates e incluso, si se hubiese puesto al momento a estudiar como una loca, al padre tampoco le hubiese gustado. La obediencia ciega de la hija lo habría delatado aún más como un padre lobo.

Sistina toda seria y compungida se levanta bruscamente sin hacer caso al padre. Hace como que no ha oído nada. Se coloca en desbandada su cazadora de cuero azul, y sin decir ni adiós, sale a la calle. El portazo de la puerta suena a interrogante brusco y dolido. El padre resignado enciende los plomos de la luz, al tiempo que se pregunta: ¿Qué es lo que habré hecho yo mal ahora? Sistina se dejó la radio puesta. Sólo la guitarra del conjunto musical responde a papá lobo con rasgueos de protesta adolescente, marginada, irredenta.

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