La tela sonrojada descubre enamorada el joven surco de sus senos virginales. Siento el placer de besarla como una reliquia. Con suave liturgia mis labios palpan minuciosamente el tejido. Y noto una sonrisa agradecida, revelación de emblandecida acogida. La cortina poseída por mi recuerdo, semen luminoso de fecundación, se desmembra, se desmelena, rezuma solazada por la voluptuosidad de mi tacto.
Cortina suave, manida. Su clara y menuda tela acaricia la piel descubierta de nuestros cuerpos. Nos adentramos hasta el cobertizo a través de un estrecho sendero por el que apenas caben nuestros pies en paralelo. La tierra mojada cruje y se queja bajo nuestras pisadas. Un manto de hojas negras por la humedad y el sol tórrido de un invierno desleal alfombran nuestra entrada. Un viejo chaquetón color cereza cuelga olvidado en los hierros de la ventana. Nadie, desde que murió su dueño, quiere deshacerse de esta prenda. Todos prefieren que permanezca allí, símbolo revelador y referencia de la existencia de quien hace años lo llevara encima. Esta fortuita provisionalidad perpetuada me produce esa lúgubre visión fatal, contradicción de ausencia y presencia ensambladas de los objetos muertos.
La puerta se niega a dejarnos pasar. El enquistamiento de su abandono ha fundido hoja y marco. A base de forcejeos y empujones finalmente logramos entrar. Dentro, una pequeña estancia de no más de tres metros, una cocina en bajo, un chinero aún con sus mantelillos de puntilla, tarros vacíos de conserva por el suelo, cagadas secas de gato, periódicos, montones de periódicos pasados, dan fe de la fecha en que esta casa era una tacita de plata. La cosa más burda y deteriorada, vista con la nostalgia de tiempos atrás, resulta entrañable y hasta bonita. El techo, cubierto de paneles, algunos de ellos desanclados a punto de caer. Las paredes, repletas de mosaicos con nombres, tal vez, de los nietos de los dueños de esta casa: Yolanda, Paloma, Gabriela.
Para el hombre que ilusionado me muestra el lugar, todo lo que aquí hay es de un valor incalculable. Noto en el agua contenida de sus ojos rabia contra los últimos inquilinos que aquí vivieron. Enseres desvencijados, cachivaches sin provecho, enredos inútiles, carcomidos y sin referencia alguna. Para mí no son nada. La relación que establecemos con las cosas depende del grado de emotividad vivido junto a ellas. Según sea el estado de ánimo de quien contempla algo, así será su mirada. El observador condiciona el fenómeno observado.
Por ejemplo, la cortina de raso amarillo que cuelga en el lateral derecho del salón. Hoy ondea palatinamente, casi con quijotesca ostentación. Es parte de otra cortina más grande que traje de la casa de mis abuelos. Quise rescatar el pasado trayéndome parte de aquella cortina a esta mi casa de ahora. Para unos será un colgajo raído sin estética alguna. Otros la contemplarán como un detalle para dar movimiento, coquetería, verticalidad a la estancia. Habrá quien en su colocación verá un cierto ingenio para romper la monotonía de un salón un tanto vacío. Los más pragmáticos deducirán que la cortina está ahí para evitar corrientes de aire y evitar así que la maceta de cintas, puesta al caer de la escalera, se eche a perder. Otros, llevados por su nostalgia hogareña, no dudarán en señalar que se ha querido recrear un rincón de intimidad para que cualquiera que entre se sienta cómodo. Todos puede que lleven razón.
Cada uno recoge su particular visión, pero nadie siente lo mismo que yo cuando veo caer majestuosamente los pliegues ondulados de la cortina recogiendo arabescos y manojos bordados de flores en el paño acogedor de sus pliegues. Sobre todo, cuando los distendidos bucles llegan al suelo y éstos se recogen en suave curvatura como enlomadas caderas de mujer. Una doble cinta hecha del mismo encaje sujeta cadenciosamente la cortina a la pared a través de una simple hebilla de latón. Las olas de tela se ven de pronto voluntariamente sometidas en semicírculos de bravura distinguida sobre sus orlas concentradas. El cinturón que las amarra es como la brida que sujeta la desbocada marejada de su cascada en amarillos. El alfa desplegada de su caída en picado viene a ser recogida por la omega, yunta que las une en un artístico nudo.
Sé que la tela es vieja, que es raído su amarillo, pero para mí la cortina tiene un aire esbelto y atrevido cuyo rumbo es un destino de nuevos pliegues, que cual columnas apuntan a un suelo, o a un cielo, reposo y fortaleza, firme de ternura, nobleza y poderío.
Hoy huelo la cortina. Todavía exhala bordados dulces olor a miel, higos y almendras con las que aquella viejecita me obsequiaba cada vez que iba a visitarla. Como si las cosas no fueran lo que son, sino lo que han sido. O mejor, mientras que para uno son lo que son, para otros, dejando de ser, devienen a ser en lo que fueron.
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