martes, 13 de febrero de 2018

Elefantes en mi bañera




Escuchas sin oír nada. No sé si oyes voces o sientes el chasquido de los elefantes en mi bañera. Tus ojos, fijos en el brillo infinito del poto de la entrada.

Entre tú y yo, una escupidera donde arrojamos lo que se nos encasquilla en la garganta del alma.

Te pregunto:
¿Qué es lo que no te perdonarías?
Contestas otras respuestas, a otro elefante. Tú sólo hablas con los fantasmas. Tu mente te prohíbe comunicarte con cuerdos de mi catadura. Contesto a preguntas que jamás me hiciste. Por ejemplo:
A todos aquellos que no conozco los conozco de algo.
No es mi mala leche, es tu mala estampa reflejada en mi cara.
Gracias a tu locura soy mejor persona.
Te tomas la vida muy en serio; crees que no te vas a morir nunca.
Nos comportamos como nos miran, más que como nos vemos.
Escribo como quien toma apuntes en clase de economía sumergida. Mi escritura se la debo al taponamiento de tu mollera que me hace poner texto y relato a las voces mudas que enmudecen mi visión en tromba.

Los dos nos llevábamos a matar. Fuimos novios de la misma piedra, del mismo mar, de la misma gata, del mismo árbol. Rivales por la última atmósfera de aire que quedaba en la Tierra agonizante. Se nos acusó de ser los responsables de que la sierra de Carrascoy esté donde no está, de habernos comido los huevos de oro de la Cresta del Gallo.

Luego coincidimos en el trullo. Antes de ser ejecutados, nos abrazamos como iluminados, como si fuésemos hermanos de toda la vida, hijos del mismo planeta contaminado. 

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