jueves, 4 de enero de 2018

Gatuna herencia



Tenía una gata y mucho dinero. Su difunto esposo, casado de segundas con mi tía Clemen, le dejó una gran fortuna por la venta de unos terrenos, junto a un manantial recién descubierto de aguas termales. Especuladores de tomo y lomo proyectaron construir allí, en sitio tan saludable, un hotel de lujo. El reclamo turístico de aquella zona convirtió de golpe a mi tía, hasta entonces viuda de un insignificante albañil de segunda, en una millonaria de postín. No tenía hijos, pero como dice el refrán a quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos.

Sus hermanos, -cinco en total- hartos de aguantar su mal genio, fueron abandonándola uno a uno. Sólo quedaba viva su hermana pequeña, pero ésta, cansada que, un día sí y otro día también, la acusara de querer quedarse con sus perras, un lunes de pascua se murió, no sabemos si de aburrimiento al ver que su hermana la llevaba a mal traer con acusaciones infundadas, o por un virus, si cabe, más mortífero que el mal genio de su hermana Clemen.

Mi tía sólo nos tenía a nosotros, siete sobrinos como siete enanitos encandilados, no por la dulce y bella Blancanieves, sino amedrentados por su desconfiada madrastra, mujer cruel y avarienta, y que a la sazón tenía también el nombre de Clementiana. Sobre nosotros recayó la obligación de cargar con ella y, por supuesto, de su querida gata. Y así lo hicimos. Cada semana, uno de los sobrinos, inclemente y malhumorado, iba a quedarse con la tía. Nadie era capaz de aguantar más tiempo a su lado. Sus dineros no bastaban para endulzar su mal carácter, tampoco su fortuna calmaba su soledad. Bien se lo advirtió cual conjuro satánico su hermana pequeña, antes de irse al otro mundo: Clemen, por tu mal jipú te has de ver más sola que la una.

De la noche a la mañana, la tía Clemen cambió por completo de actitud. ¿Para bien o para mal? ¡Quién sabe! En lugar de enfadarse con nosotros, como acostumbraba, y quejarse de nuestro mal trato, se metió en la cama para no levantarse más. Yo pensé que lo suyo era una pataleta sin fuste, una manera de decirnos que algo estábamos haciendo mal, que no la cuidábamos como se merecía. No en vano nos insultaba a menudo: sois unos bastardos, sólo os mueve el pérfido interés. 

Pasaban los meses y nuestra tía seguía postrada en su lecho, día y noche, como una piedra hundida, un pecio en el fondo del mar, sin moverse, sin hablar y negándose a comer. Sólo permitía que le diésemos batidos, zumos y, si acaso, alguna manzana asada al horno. Una excepción había en su proceder alocado y ausente: todas las mañanas debíamos presentarle a la gata para que la tía con un beso la saludase y comprobase que estaba viva, bien servida y arreglada. La tía Clementina sólo tenía ojos para su gata. Todo era muy disparatado. Decidimos pues llamar al médico. El doctor aparentemente no encontró ninguna anomalía importante en su salud:
Tanto la tensión, como el colesterol, el azúcar, la temperatura, la motilidad -nos dijo-, todo está en orden. El estado de la señora Clementina está fuera de mi hipocrático conocimiento y pericia. Y en un tono irónico que a mí me dejó intrigante, como luego se verá, añadió: Sé de un niño que dolido por las palabras recriminatorias de su madre al no querer comer éste un guiso de espinacas, como protesta se subió a lo más alto del campanario de la iglesia. Allí permaneció la tira de tiempo, hasta que por fin llegaron los bomberos y le devolvieron el niño a su familia. No digo yo que tengan ustedes que llamar a los servicios de protección civil para hacer cambiar el proceder tozudo de su tía, pero, para mi, su tía Clemen se está riendo de ustedes.
Hace ya más de cuarenta años que murió la Clementina. Me queda sólo por decir que a los sobrinos nada nos legó de herencia. Según el notario todos sus bienes - cien millones de las antiguas pesetas- se los dejó a la gata.

Luego el resto de lo ocurrido es tan sólo secreto que sólo a mí me incumbe. No quiero pasarme un año de cárcel en Campos del Río. Me bastaron tres tabletas de paracetamol para deshacerme del felino. Pero para entonces la gata había parido ya siete gatitos, por lo que la herencia, según el juez, fue también a parar a su prole gatuna.

Y como remate de este viejo y triste recuerdo, sólo me queda desvelar las razones que llevaron a mi tía Clementina a no levantarse jamás de la cama; pero al pertenecer este asunto a temas más bien relacionados con la filosofía existencial, lo dejo para otra ocasión que mejor se preste a consideraciones de tipo kierkegaardiano. Hoy, víspera de Reyes, mejor esperar a ver lo que nos depara la suerte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario