viernes, 2 de junio de 2017

La culequera





Antes de que las pestañas del sol desplegaran su arco matutino por la cresta del cerro, ya tenía Pascualico su tonel de agua cargado hasta los topes. Durante los meses de julio y agosto, el hijo de Pascual “el cantero” repartía agua por las laderas de la sierra del Gallo. Su viejo remolque de azul repintado trepaba recodos en busca de secas gargantas, señoritingos de la ciudad que habían escogido la sombra de nuestros castaños como recreo para sus vacaciones.

Cuando apretaba el invierno, en la misma motocarro de azul descolorida, Pascualico acarreaba sacos de cal por las obras de los alrededores. No tenía trabajo fijo. Lo mismo portaba costales de aceitunas a la almazara, capazos de uva a la bodega, que hacía chapuzas allá donde lo llamaran. Cuidaba además con tiento filial de su padre inválido. La descarga inesperada de un cartucho en la cantera donde trabajaba despatarró al viejo como cucaracha aplastada por el pisotón de una mula. Sentado quedó para siempre en su silla de anea.

Nuestra casa estaba llena de goteras. Yo era un chaval de quince años. La reparación del tejado y mis nuevos estudios en la capital debilitarían nuestra economía familiar. Por lo que, para ahorrarnos los jornales del peón, mi padre decidió que yo mismo le arrimara las calderetas de masa al hijo del cantero. Y así, entre teja y ladrillo, fue como hice amistad con este buen amigo. Se cagaba en la hostia como un carretero, pero su alma relucía limpia como una patena. De aquel tiempo, recuerdo su mirar siempre en flor. A pesar de su rudo hablar, de la costra agrietada de sus talones y de sus orejas como asas de orza cosidas a su pelambrera, Pascualico era un romántico de los pies a la cabeza, y no ya porque él alardeara conmigo de sus conquistas con las mujeres, sino porque yo así me lo imaginaba, siempre enramado a sus exuberantes senos.

Un día, al terminar el trabajo me invitó a su casa. Nos adentramos por un camino de chinas de rambla. La falda del monte se dobló de repente, y un boquete en forma de madriguera se abrió a nuestro paso. Allí vivía con su padre el tullido, tres gallinas y un viejo foxterrier que salió a besarnos los pies con la misma unción de un cofrade con su cristo más devoto. Con gesto cariñoso y sin decir palabra Pascualico le colocó bien la gorra a su viejo que dormitaba ajeno al murmullo de las chicharras de la tarde bajo el tendido de una parra. En un rincón del corral, dos de sus gallinas estaban muy aplicadas empollando huevos. Pascualico cogió a la más joven y le metió la cabeza en un balde de agua fría, varias veces, tan sólo unos segundos, para que no se ahogara. Me dijo que lo hacía para quitarle la culequera. Es para bajarle la temperatura, se aplasta como una piedra y deja de poner la muy calentona.

Luego llegó septiembre. Empecé mis estudios en la universidad. El olor al guiso de coliflor de la fonda donde me hospedaba, el cambio de altura, la separación de los castaños de la sierra del Gallo, o tal vez la luz amarilla del flexo sobre mis ojos atiborrados de fórmulas incomprensibles, fueran la razón de mi desazonada urticaria. Empecé a sentir un picor insoportable en mis genitales. A cada momento y sin atender a urbanidades protocolarias mis escrotos sarnosos eran zarandeados por mis manos electrizantes delante de quien fuera. Cuanto más me rascaba, mayor era mi excitación. Por la noche aún se cebaba más la indecente irritación. Era tanto mi escozor que ni cataplasmas de arcilla o refriegues de jabón de coco sobre mis cataplines en sangre viva amainaban mis picores.

Lo que desbordó el vaso de mis huevos escocidos fue aquel día que tuve que salir a la pizarra para demostrar delante de toda la clase el desarrollo interactivo de la atracción de las partículas de corto alcance. ¡Ahí va el filosero!, oí decir en voz baja a una de las traviesillas del último banco, precisamente aquella por la que incomprensiblemente mis huesos se deshacían cada vez que me cruzaba con ella. Y me acordé de aquella tarde en que mi amigo Pascualico le quitó la culequera a una de sus gallinas.

Al salir de clase, me armé de valor. Mi modestia me impide seguir. Lo que sí os puedo decir, es que mi quemazón desapareció por completo. Mis testículos quedaron sanados al instante, libres de sarna quedaron, rayados y limpios como una era barrida de polvo y paja. Y, mis queridos lectores, si queréis saber la razón, tendréis que preguntárselo a la que ahora es mi mujer, aquella guapa zagala del último banco de la que os hablaba antes.

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