martes, 6 de junio de 2017

Una estatua no es nada.





Yo era un niño. Apenas cinco años. Ya entonces corría en pos de las palomas en aquel parque de los domingos de mi infancia nunca olvidada. Mi abuelo, coetáneo de la estatua homenajeada, quiso estar también en aquel acto. Me llevó con él, tal vez para disimular su presencia entre aquella gente bobalicona, fácil tropa de cualquier sargento chusquero. Mi abuelo también era serio, pero no tan estúpido como para andar tras los pasos de ningún muerto por muy celebrado que fuera.

Antes que la Autoridad diera por levantado y descubierto aquel busto, tomó la palabra un poeta de ojos achispados y atada coleta gris tras sus orejas de murciélago:
A partir de ahora, cada vez que al pasar por estos jardines contemplemos el monumento de este buen hombre, el aliento de sus poemas seguirá respirando en nuestros sueños.
Por supuesto, yo aún no había oído decir a José Hierro aquello de quién puede congelar en estatua una vida. A pesar de mi corta edad no estaba aún tan lelo como hoy para confundir la realidad con una simple mole de bronce moldeada. Jamás una estatua podrá apropiarse de los labios, la boca y los ojos de otra persona, aunque sea la misma a la que representa. Eso es lo que por aquellos días yo creía. Una estatua no es nada. Tan sólo el tren de cercanías de los gorriones para poder llegar a su nido. Lo mismo que un poema es también muy poca cosa. Como tampoco es algo la muerte cuando se acerca, salvo un poema de mal gusto.

Al poeta le temblaban las manos. El papel en sus dedos tiritaba de miedo, debido a la mugre de sus inocentes mentiras. Hacía viento. O tal vez el poeta estuviese nervioso, porque ni él mismo creyera lo que estaba leyendo. Luego dijo: cuento tantas estatuas como hombres. Y al citar a Erasmo, y ver yo las caras inexpresivas de los presentes, me dije: Ahora, macho, sí sé que no estás mintiendo.

Cuando acabó de leer sus versos en presencia del reducido corro de hombres serios, el poeta miró con insistencia a los presentes como pidiéndoles por favor que aplaudieran:
¡Batid vuestras palmas, oyentes testaferros de la palabra, malditos calaveras, si queréis que mis versos surtan efecto!
Los poemas, como los jopos de las cañas de la acequia, necesitan del aplauso de la brisa y del agua para seguir vivos. Tal vez el público esperase algo más espectacular, algo, que fuera más que un poema. Y hasta que no vieran aparecer a la misma celebridad en persona, posada sobre aquel túmulo de granito, pensarían que aún no era el momento de los vítores y aplausos. Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas! / Hacedla florecer en el poema. (Vicente Huidobro).

Luego, el alcalde con su varita de mando se dispuso a desvirgar aquel bulto tapado con un paño rojo de festones dorados que colgaban de la columna rectangular de mármol gris veteado en negro. Yo supuse que aquello iría de magia. Ahora saldrá un conejo blanco -pensé. Las cortinillas se descorrieron. Cayó deslizándose el lienzo que cubría lo que allí se ocultaba; y para mi decepción, en lugar de aparecer el conejo, un par de peces metidos en una pecera, o una paloma revoloteando, lo que debajo de aquel manto rojo había era un mazacote de cabeza como hecha a mordiscos de rata, aún mucho más seria que el resto de las personas que presenciaban el acto.

Ya entrado en años, recuerdo, la erección de aquella estatua de mi niñez, no con aquella desilusión, sino al contrario, emocionado, menos suspicaz, más tierno y confiado que entonces. Hasta el punto que el tenue silbido del aire, el simple pisar de una hormiga, el bronco cloquear de las gallinas, un simple manojo de cebollas, hoy me saben y me suenan al tic tac de cualquier corazón en marcha. 

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