martes, 31 de enero de 2017

Amor que tan tarde llamas




Fuerza las puertas del tiempo,
amor que tan tarde llamas. 
(Luis Cernuda)


Tiene ya casi sesenta años, y hoy es la primera vez que se detiene a contemplar un pájaro haciendo su nido.

Desde pequeña, fue ya muy mayor. No tuvo tiempo de gozarse en chiquilladas. No llegó ni a beber de la leche de su madre. De su padre, sólo eructos. Prístina inocencia, muy pronto mancillada por la obligación y las tareas, el pan negro de cada día. El realismo devorador de la vida se encargó de echar en saco roto sensaciones encumbradas a las que trató y sublimó de mala manera, las minimizó como niñadas. Secuestró su propia infancia. Todavía hoy escucha las palabras de madre:
Nena: deja de jugar; que ya no eres una cría para esas tonterías.
De ahí, tal vez, el contrapelo de sus andadas, el ir contra corriente y con el paso cambiado, a destiempo y siempre en desproporción flagrante, alimentando bocas sin hambre, dando de roer huesos a quienes no tienen dientes.

Hoy vuelve a sus andadas de chiquilla. Nunca es tarde si la dicha es buena. Sin escrúpulo alguno dedicará todo el día, aunque la conciencia le recoma, en recrearse viendo la bondad natural de un humilde pajarillo, su instinto inmaculado, observar su saber y experiencia.

Ni ella misma se lo creía. Puesto que de niña se había perdido esta puerilidad, creyó no llegar a tiempo a ver tal maravilla. Hay cosas que si no se hacen en su momento, se nos pasa el arroz y después no hay tu tía. Así como no es normal que una mujer dé a luz a sus ochenta años, tampoco es frecuente, y menos a su edad, quedarse boquiabierta y agazapada en pleno campo, encontrar un insignificante jilguero con destrozos de pajitas en su pico, ver como se dirige al recoveco más apartado de una morera y allí, donde la rama quiebra, dejando un cóncavo espacio, regazo idóneo e idílico para su pollada, ver, (repito, ¡por primera vez, a sus cincuenta y nueve años!), este hábil pajarillo, diligente y enamorado, mañoso artesano, su ir y venir a un rincón escondido, a su reciclada y fértil cama de futuros polluelos entre aromas de mermelada y seda.

Si insistiera en recrearse bulliciosa en tal descubrimiento, el animalillo hollado y cohibido en su pudor recóndito, elegiría otro lugar para hacer tan extraordinaria obra. Por eso actúa con recato y discreción. Sólo una vez se ha acercado al árbol para percatarse de la veracidad de su sorprendente hallazgo. De nuevo se retira, y desde una insignificante rendija de un muro derruido, accede a esta contemplación tan original como gratificante, tan ordinaria como distinguida...

Ya ha transcurrido una hora de su descubrimiento, no ha vuelto a ver el pajarillo traer al nido sus trocitos de brozas. Su ilusión por tanto está en suspenso, ahora le toca mirar esperanzada para no ver truncado el milagro al que creía tener acceso durante el tiempo que durara la incubación, desove y primera nidada incluida. Será cosa de esperar, permanecer alerta y en silencio.

Hoy, esta pequeña ilusión le consuela. Y va a estar atada y empleada a ella todo el día, todo lo que le reste de vida, como una tonta, sin hacer otra cosa que “no hacer”, no estorbar, no espantar, simplemente estar presente por ver si de nuevo aparece el pajarillo.

Ya va siendo hora que aprenda a perder el tiempo en la contemplación ociosa de tan pequeña grandeza. Y en lugar de ponerse a lavar toda la ropa sucia de un mundo atiborrado de mierda hasta las cejas, hasta la cruz de sus espaldas dobladas, se dedicará sólo a contemplar este nido. Como dijo el poeta:
Ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mi ejercicio.

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