martes, 7 de febrero de 2017

Solos sobre la tierra cavada




Una úlcera mal curada. O la mula torda que se le ahogó en la rambla. En aquel día de aguaceros, trasiego y pérdida, a Fulgencio se le metió una bicha en la barriga. Con infusiones de mejorana y un puñado de bicarbonato amansa sus retorcijones y acedías. Y de nuevo, como si tal cosa. Olvidada aquella riada, Fulgencio Juan Paladea, prosigue la poda de las oliveras de su bancal del alma.

Hoy no es lo mismo. Sus tripas andan revueltas más de la cuenta. Desde adentro, esta alimaña le muerde con rabia sus entrañas amargas. Escupe bilis. Doblado el espinazo. Los coágulos de la malta de la mañana ennegrecen la tierra cavada, recién abierta. Fulgencio deja el sombrero y la azada. Solos quedan sobre la tierra cavada. A duras penas se sienta en el ribazo, junto al olivo que le mira preocupado. Y el frescor de las dulces hojas de plata le besan sus hombros hundidos por las arcadas.
¡Que esperen las patatas enterradas. Las resucitaré luego cuando se me pase este arrechucho! 
Los estertores, malditos relámpagos de una tormenta cerrada, le sacuden el cuerpo como a una estera retestinada.

Esta vez no puede con los retorcijones de tripa. El estómago le sale por la boca. Se endereza a duras penas. No quiere que la tierra limpia se avergüence de su azurronada estampa. El mango de la azada aguanta la estaca del esqueleto de Fulgencio en cuclillas. De los árboles a su alrededor, el nogal es el primero que le echa una mano. Espesa una niebla se le cuela por sus ojos en blanco. Mareado, a tientas, hacia este árbol encamina sus pasos borrachos el hombre como un ciego en romerías.

El otro día, medio en broma, le decía Fulgencio a su mujer:
En los primeros años de casado siempre me dormía abrazado a tu sabroso tronco de mieles embadurnado. No tenía ojos para otra cosa; en cambio ahora, es el nogal que se asoma por la ventana, el que me da las buenas noches. 
Si una plaga le concediera rescatar sólo un árbol de la huerta, Fulgencio elegiría esta noguera. No en vano aquí, hace un año, a este hombre se le desentumecieron sus orejas mochas. Oyó un chasquido fresco de nueces. Tras esta revelación anduvo como un descosido toda su vida. Aquí sintió su savia, la música de sus hojas, el agua de sus raíces, el canto de los pájaros, su hospitalaria sombra, degustó el sabroso aceite de su deliciosa fruta.

Por fin consigue palpar al árbol. Fulgencio Juan Paladea se abraza a la cruz de la noguera. Apoya su frente contra la corteza. Así, noguera y hombre fundidos, se siente mejor toda la naturaleza. Los latidos de la noguera se confunden con sus últimas bocanadas. Al árbol le cuesta trabajo respirar.

Nunca el que se muere se percata de su postrer aliento. Fulgencio no ve la película de su vida, como dicen que les pasa a los moribundos en su último instante, ni un túnel, ni la luz blanca. Tampoco su madre muerta viene enternecida a llevárselo al otro lado. Sólo ve que su nombre se apaga. Las letras de su nombre se deshacen, caen deshilvanadas al suelo. No oye cuando lo llaman.

Ahora, aunque su mujer asustada vocee su nombre, grite ¡Fulgencio, Fulgencio!, lo zarandee entero, y rece para ver si se espabila, es inútil. No responde. Sus orejas se han cerrado para siempre. Los nombres para los vivos; y para el muerto, el recuerdo. No hay palabras para resucitar a un muerto. Y es que, cuando una palabra se muere, desaparece también la realidad que la encarna.

Las manos, sus manos verdes y amarillas, con ese afrutado aroma a olivas recién cogidas, no acariciarán más los senos de almizcle y menta de la mujer herida. Las palabras podrán hacer llorar a un poema, dirimir una contienda, dar alas a las raposas, redimir una vida, pero Fulgencio Juan Paladea ya no responde a su nombre.

Y es que la muerte no sabe de gramática y menos de literatura. La muerte, analfabeta, está sorda como una tapia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario