domingo, 12 de febrero de 2017

El romero de la abuela



Ser en la vida romero
(León Felipe)


El romero mide ya más de metro y medio.

El camino de piedra loca llega hasta el final de las moreras. A su derecha, un ajustado pasadizo se luce con un estrecho jardín donde, bajo la buganvila, crece el orégano ramificado y esparcido en la tierra. En uno de los extremos de este acceso, el más cercano a la barbacoa, el romero respira jovial el fuerte aroma de las flores de una madreselva que a su aire se enreda y se desata en verdes y amarillos por un tendido de alambres y de cañas.

Sentado, tras podar los naranjos, me tomo una cerveza con olivas en el banco de madera que está enfrente del romero. Mientras, lo contemplo y me sorprendo de su frondosidad y hermosura. Cuando lo trasplanté, no daba un duro por un raijo de un palmo apenas. ¡Y ahí está, parece un pincel! Puse el romero pegado a la madreselva, al caer de la ventana de la casa, para apagar los malos olores que pudieran salir del cuarto de baño. Y vuelvo ahora a mirar el romero y me congratulo al verle conversar con la madreselva, rodeado del runrún de un montón de abejas.

Durante las silenciosas horas de la siesta, los dos arbustos intercambian sus aromas como enamorados que de besarse no paran. Los pájaros mientras tanto, en el alero, aplauden con trinos sus arrumacos azules y blancos. Por aquí los pájaros, además de volar y cantar, ponen nidos y huelen a miel de romero y madreselva.

Hará ya más de diez años que puse ahí el romero. Recuerdo que lo traje del cementerio. Este romero tiene historia.

Cuando se acerca el día de todos los santos, acostumbramos a llevar flores a nuestros difuntos. Aquel año cogimos rosas, margaritas, violetas, unos pequeños tallos de espliego y de romero. Ya en el cementerio, en la capilla, donde está enterrada la abuela, metimos el ramo en un jarrón de cristal con agua, y lo pusimos en el centro del suelo de la ermita, al caer de su lápida y las de sus antepasados.

Al año siguiente, fieles a la costumbre de adecentar la capilla, por la festividad de los muertos, volvimos al cementerio. Me sentía feliz. El día era templado y alegre. A pesar del sentimiento de pérdida, que yo vi aquella mañana en las caras de los muchos que se dirigían al nicho de sus muertos, (unos privados de sus hijos, otros de sus maridos, aquellos de sus padres y nosotros de la abuela), noté en ellos también alivio y calma. Jamás hubiese imaginado que la muerte de nuestros antepasados pudiera tranquilizar de manera tan asumida la procesión que cada uno en nuestro interior llevábamos. Y silenciosamente contento limpiaba las cristaleras de la puerta de la ermita. Al pasar la bayeta por el mármol del pequeño altar, al sacudir el polvo de las fotos de los seres queridos, al enjuagar tarros, abrillantar las letras de oro de los nombres de los difuntos allí enterrados, me sentí felizmente unificado con ellos. Y en este afán de limpieza, me encontré a mí mismo purificado, como restituído, enganchado a ese eslabón de una cadena sucesoria del que casi siempre ando falto, desubicado, desarraigado. A nuestros antepasados, estas tareas de adecentamiento, tal vez no les repercutiera en nada; pero estoy convencido que a los que allí estábamos, aquella víspera de todos los santos, nos sentó de maravilla hacer lo que hacíamos. Nos sentimos hermanados a la historia, de tal manera uncidos a ella, que nuestras vidas individuales, sin los que nos habían precedido, jamás tendrían sentido.

Luego de dos horas de faenar adecentando la ermita, tocaba volver a casa. Antes debíamos tirar al contenedor los ramos, las macetas y las flores secas. Fue entonces cuando me sorprendí al ver que los viejos tallos del romero del año anterior habían retallado. Unos hilillos substanciosos y tiernos se dejaban ver en su extremo inferior. Me resistí por tanto a tirarlos a la basura. Así que me traje el romero y lo replanté, (no muy convencido de que rebrotara), ahí donde ahora lo miro y venero.

Me equivoqué. Hoy, después de dos lustros, da gusto ver el romero. Aquel romero que troceado y cortado di por rematado y consumido, lo veo ahora lucido y hermoso. No creo que el renacimiento de este arbusto se deba al año que estuvo sólo y abandonado en la ermita de la difunta abuela, allí velado y acompañado por los huesos sin vida de sus padres y hermanos muertos.

Cuando, aquí en la huerta, nos reunimos la familia junto a la barbacoa alrededor de una paella de arroz, no dejo pensar en la abuela, en la abuela y en esa cadena sucesoria interminable de la vida. Sobre todo, cuando corto unos tallitos de este romero y los echo al agua para condimentar la comida. No soy muy dado a ir más allá de los que mis ojos ven y me dicen. Pero, eso sí, cada vez que repito el ritual de aliñar con romero la paella, me acuerdo de la abuela y le doy las gracias al romero.

No acostumbro a delegar en seres invisibles lo que mis manos no alcanzan. Y cuando mi estado de ánimo me pide montarme alguna película para superar una tragedia, encontrar un objeto perdido, calmar un dolor, soldar una fractura, o encontrar una razón a lo que explicación no encuentro, prefiero agarrarme a un clavo ardiendo, antes que confiar en una fuerza superior y extraña. O lo que es lo mismo, cuando tengo necesidad de Dios, trascender la cotidianidad dolorida, liberar miserias, sentirme perdonado, salgo a la huerta, me acerco al romero de la abuela, acaricio sus tallos, restriego mis dedos por sus hojas dulces y jugosas, luego llevo mis manos a la nariz, huelo su perfume y conservo su aroma en mi memoria. Por supuesto, cada vez que hago esto, no veo a ningún ser sobrenatural ni trascendente, tampoco se me aparece san Judas Tadeo. Tener que acudir a Dios, teniendo delante de mí este romero, sería un pecado.

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