domingo, 6 de noviembre de 2016

La perfección del silencio



Es un visitante -me dije-, que está llamando al portal; sólo eso y nada más. (El cuervo. Allan Poe)

En la soledad sosegada de aquella tarde, leía a la luz inclinada de una tulipa la biografía de alguna celebridad pretérita. No importa quien. Lo relevante es que por aquel entonces la mujer tenía la costumbre de leer la vida de otros, pues la suya para ella ninguna consistencia tenía. No andaba fina de oído a causa de un refriado crónico mal curado.

Sonó el móvil con ese sonido genérico y parecido al timbre de la entrada de un piso. Un whatsapp, le avisaría de un mensaje. Pero ella creyó que llamaban a la puerta. Serían ya las ocho de la tarde pasada de un otoño novembrino, callado y oscuro. Encendió el farolillo del pasillo. Las sombras de los cristales amarillos fueron a refugiarse en el ángulo inferior, alrededor de los verdes de un poto, que al fondo, sobre un macetero, se desparramaba hasta la tarima del suelo. Abrió la puerta. No era nadie. Regresó a la mecedora, a su mesa de camilla. Cubrió sus pies desilusionados con la falda algodonada de colores a cuadros, combinados entre los azules fríos y el rojo cálido. Y volvió, para tranquilizarse, a la lectura de su personaje favorito.

Otra vez sonó el móvil. Y mil veces que sonara, ella, otras tantas, lo confundiría con el timbre del interfono. Pensaría que alguien quería venir a verla. La mujer necesitaba que la visitaran, que la descubrieran como distinta. Estaba cansada de no diferenciarse, de no ser única. Tan fatigada estaba de sí misma, que leía y leía cualquier biografía ajena.
¿Por qué mis recuerdos -se preguntaba la mujer- no se suceden como como los hechos de la historia de esta persona que leo? Mi vida está rota; rota y quebrada como una tubería que hace aguas a cada paso por codos y empalmes.
El pasado de sus días jóvenes le viene a la mujer entrecortado, hecho pedazos, varado, como el zumbido del timbre que acaba de oír, y ahora calla ante su expectación inútil. Tras la acústica señal, no hay nadie. Un sueño deshilvanado es su vida a golpes de despertares interrumpidos, dormidas destempladas, secuencias desencajadas, fuera de la continuidad lógica de la historia que la hiciera mujer y hembra, madre y profesora de Historia Antigua en la vieja Universidad de La Merced de una capital de provincia. Besos que diera en rostros que no se acuerda. Viajes a ciudades perdidas, prados ignotos, monumentos visitados sin evocación y referencia. Y así, con esta peculiar manera de recordar entrecortada y ausente, difícil reconstruir una biografía vista desde atrás, creíble y cuerda.

A base de sobresaltos, flashs y brotes congelados, le resulta difícil a la mujer restaurar sus días dentro de una vida ordenada y con sentido. La memoria que se recupera a golpes, sin interrelación alguna dentro de un relato, no es memoria, es más bien una tormenta de la cual tan sólo la mujer catedrática recuerda los truenos. Y así, es tanta la fragilidad de su pasado, que ni siquiera siente, ni vive su actual inconsistencia. Tan etéreo es su ayer, que en caso de recordar algunos incidentes esporádicos de sus viejos días, ni siquiera la mujer sería capaz de atribuirlos al discurso de su vida.

Ella no es la que fue, por tanto ni siquiera es su yo de ahora. Es una cometa suelta en el aire, sin el hilo de una mano que la sujete y la ciña a su conciencia. Y así se confunde con ella misma, con el biografiado de su lectura. Las sombras chinescas que la tulipa desprende por las paredes son su olvido difuminado, el engaño de su imagen desdibujada sobre la sábana titubeante de su actual y senil existencia. Y si le dijeran que no es ella, que es un espectro de cualquier otro ser, pongamos por caso El Horla  de Guy de Maupassant..., ¡pues lo mismo!
¿Cuántas veces, -se pregunta la mujer haciendo una pausa en su leer otoñal y declinado-, me han asignado frases que no recuerdo haber dicho? Proezas me atribuyeron de las que nunca fui protagonista. Soy un ser, no un individuo. No puedo enorgullecerme de nada. Yo no fui quien mató a Julio Cesar, como tampoco tengo conocimiento de haber parido a mis hijos, como tampoco me vestí aquel día con los harapos del Mendigo de la Place de Vendôme, no soy Azulada, ni Blao, ni Agustina de Aragón. Y al mismo tiempo, sin serlo, soy todos ellos.
Todos somos nadie, -continua la mujer hablando consigo misma como una loca. ¡Y si no que se lo digan a mi padre, la mejor de mis biografías, un relámpago de luz en medio de la tormenta! ¿Que queda de él? ¡Decidme! Todos aquellos que me precedieron vienen ahora a mi, desconsolados, llamando a la puerta de mi casa, pidiéndome que los resucite con mi memoria. No puedo. Tan sólo veo sombras, tañidos de campanas que no tocan, que jamás existieron, ánimas que nunca anidaron en cuerpo alguno. Y así mis recuerdos sólo son chispas, calambres, señales sonoras de un móvil que ni siquiera es un timbre. Siempre que llaman al piso, abro esperanzada. Nunca hay nadie. Il n'y a personne.
Por eso el día en que esta mujer murió, pudo decir: no me morí yo, se murió cualquiera. Lo importante es lo más irrelevante.
Nota: 
El que escribe esta secuencia última y absurda de la vida imaginaria de una mujer anónima pide perdón a sus lectores por la invención inútil y pedante de su imbecilidad y osadía más libresca. Y para compensar, y así elevar el tono de su mediocridad ilustrada, finaliza esta entrada con aquel verso de Antonio Gamoneda en su Descripción de la mentira: 
... escuché hasta que la verdad dejó de existir en el espacio y en mi espíritu, y no pude resistir la perfección del silencio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario