No me deshice, ni tampoco rompí, como acostumbran los recién casados, las copas contra el pasado en nuestro nupcial convite. Guardé el cristal intacto de nuestra unión durante cinco años.
Y sin saber reté a la suerte.
Y cuando volvías de tus asuntos a mi regazo, con el vino acelerado de tu regreso y la ilusión siempre fresca de mi mejor champagne, estrenábamos las copas de nuevo. ¡Pero aquella noche te retrasaste tanto! Pensé que ya nunca volverías.
Abrí el armario, y no me conformé con tirar al suelo las dos copas de cristal de nuestra boda, sino que además estrellé contra la pared la vajilla entera, nuestros abrazos, mis sueños.
Cada vez que amigos y familiares venían a casa, nunca les serví en las copas exclusivas de Murano. Escanciaba mi hospitalidad en otros vasos, limpios, pero ya usados por otras bocas, no las nuestras, otros besos. No quería que los demás tocaran con sus labios el cristal de nuestro brindis de casados, que cual piedra milenaria guardaba la huella fosilizada, convulsa y virgen de aquel fuego, nuestro enlace primero, siempre en llama en el centro mismo del volcán de nuestros cuerpos.
En la tarima, el pavimento, en cualquier rincón del salón, encima del sofá, y hasta en la mesa de la cocina, y de la cama sobre todo. No hubo ni un milímetro de la casa, de mi piel, que no quedara cubierto, salpicado por los hirientes añicos de la loza de mis celos, tus amores repartidos, cristales rotos por toda la casa, los vidrios cortantes de mis dudas.
Un día, dos, tres, cuatro, una semana aguanté sin recoger los trastos rotos de nuestro matrimonio. Llegado ya al octavo día, distanciado e infinito, de aquella furibunda tremolina en la que arrasé, por culpa de tu infiel tardanza, la cristalería entera de todo nuestro ajuar enamorado, me decidí por fin tirar los desperfectos causados por mi ataque de locura aquella noche desesperada en la que se me hizo eterna tu demora.
Fue entonces cuando, al barrer todo el estropicio, te vi en un trozo de cristal. Acababas de llegar. Y al entrar, tu rostro se reflejó en aquel pedazo de copa destrozado, iluminado por la luz que también se coló por la puerta sin permiso. Me agaché. Por última vez, cogí tu cara quebrada del suelo. Y ahora sí: para librarme de la mala suerte, arrojé aquel resto de vidrio al cubo de la basura; y a ti te dije que te fueras, que salieras de mi mentida carne para siempre.
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