jueves, 10 de noviembre de 2016

Agripino el desvirgado




En el siglo pasado, allá por los sesenta, con apenas doce años, el hijo de Toribio el talabartero, perdió la cartera del cole. Dentro llevaba la bolsa de trapo con cremallera que su madre le había cosido, con sus lápices de colores, aún sin desvirgar. Portaba también las Fábulas de Samaniego, el Libro de Lectura, un compás y la recién comprada Enciclopedia Álvarez que aún olía a imprenta. El curso acababa de empezar. Un dineral se gastó el padre. No le dolieron los cuartos a Toribio, pues sabía, que gastar en la educación de su hijo Agripino podría suponer salir de pobres, y así, un día cambiar la humilde alpargatería, (un cuchitril en la estrecha vivienda familiar), por un establecimiento de lujo con zapatos de charol, hebillas de plata, piel de cocodrilo, lustrosos, con suelas de cuero para caballeros, de alto tacón para señoritas, en los escaparates de cristal de una de las calles principales del pueblo de Azulada.

Agripino, aquella tarde, al salir de la escuela se entretuvo con el Juli y el Amadeo jugando a las chapas en el campico de La libertad. Y fue allí donde echó en falta sus enseres de estudiante. Agripino, después del gran esfuerzo económico de sus padres, no podía regresar así como así a casa sin la cartera. El muchacho sabe además que su padre ha dejado a deber parte del material escolar. Narsio el de la Librería le fió el resto. No te preocupes, Toribio, ya me lo pagarás después de la cogida de la oliva.

De tiempos inmemoriales, cuando se trata de recuperar lo perdido, la gente siempre recurre a sus estratagemas. Agripino aún recuerda aquellos bandos del convocaor, aquel hombre con gorra de plato, y tambor de madera, que lo mismo anunciaba una muerte, leía el precio de las sardinas y las verduras del mercado, comunicaba la pérdida de una cabra o unas llaves extraviadas por los aledaños de la iglesia. De vuelta a casa, entristecido y temeroso por la presumible bronca del padre, al pasar por la puerta de la emisora del pueblo, al muchacho se le ocurre poner para que radien por las ondas, el siguiente anuncio:
Si alguien encuentra una cartera de colegial en cuyo interior los cuadernos escolares vienen a nombre de Agripino Azorín, tenga la bondad de hacerla llegar al domicilio del alpargatero de la calle San Ramón, número...
En aquella ocasión la suerte favoreció al Agripino. Al llegar a casa, la cartera ya estaba allí.

El tiempo ha volado. Aquel Agripino de los años sesenta es ya todo un señor. Este hombre regenta una zapatería de postín en la plaza Mayor de Azulada, pico esquina con la calle Real. La Cenicienta lleva por nombre. El señor Agripino de hoy, el Agripinito de ayer, no sabe por qué razón le viene ahora a la cabeza la noche aquella, en la que junto con sus amigos el Juli y el Amadeo, los tres hicieron una escapada al pueblo vecino para, entre otras cosas, ver al Dúo Dinámico.

Noche de verano. Hacía un calor insoportable. Se habilitó el pabellón de deportes para el concierto. El aforo, al completo, de bote en bote. Los amigos se dispersaron. Agripino, en medio de tanta gente, se sintió solo. Salió fuera a tomar el aire. Una joven con faldas de pliegues y una blusa de tirantes verdes sobre una camiseta blanca con suaves flores amarillas le pidió un cigarrillo. La noche calenturienta de agosto lucía tirantes sobre sus hombros desnudos. Desde los cráteres de sus orejas la luna colgaba también los mismos pendientes anacarados que la muchacha.
No fumo, -contestó el muchacho-, pero vayamos a tomar algo a la cantina del coso.
De acuerdo -dijo la chica. Se me hacía insoportable tanto fervor musical ahí dentro.
La noche, la luna, los tragos, las miradas, el roce, el calor, la música, las luces de colores que se escapaban por las vidrieras del Pabellón inyectaban en los muchachos un subidón inaudito... Y aquella suave brisa de un beso tímido y candoroso al principio, llegó a convertirse de pronto en un huracán apasionado. En una de las duchas del recinto, aquella pareja de desconocidos, sin saber saber cómo, acabó haciendo el amor. El Agripino quedó como un flan, deshecho como una pasa. Su cuerpo: una casa incendiada que de pronto se ve libre del fuego que le derrite. De la muchacha nada recuerda el chico, ni siquiera su nombre. Y se pregunta hoy el señor Agripino cómo puede pasar, que después de una experiencia sin igual, como la de aquel verano, hoy después de treinta años, no recuerde nada de la joven que le hiciera pasar rato tan agradable.

Si Agripino hoy dice no acordarse de nada de aquella experiencia de sus años mozos, no es verdad. Esta tarde, una mujer visita el establecimiento Zapaterías la Cenicienta que el hijo de Toribio el alpargatero tiene en la calle Real de Azulada. Busca unos zapatos para lucirlos en la boda de su sobrina. El dueño le aconseja, le ayuda incluso a calzarse unos de color beige satinados que tiene de oferta. Con delicadeza profesional e hipocrática, Agripino al coger con la mano el pie de la clienta, se da cuenta de una pequeña cicatriz en forma de estrella que la mujer lleva en el tobillo. Y le viene ahora, de improviso, a la memoria aquella señal que la muchacha del concierto del Dúo Dinámico, llevaba en la mano. Son casi parecidas.

Agripino, esa noche no consigue quedarse dormido. Aquella señal del tobillo de la mujer que la tarde antes se presentó en su tienda le da vueltas en su cabeza. Y aquellas viejas canciones del Dúo Dinámico no cesan de bailar en sus oídos despiertos:
El final del verano.... llegó .. y tu partirás.
Yo no sé... hasta cuando ...este amor... recordarás.
Pero sé... que en mis brazos...yo... te tuve ayer
.
El hombre se levanta de la cama, enciende el ordenador, y al igual que un día al pasar por la emisora parroquial pusiera aquel anuncio por el que pudo recuperar su cartera de colegial, abre ahora su cuenta de Facebook y envía en abierto la siguiente notificación:
En los años sesenta yo tenía 17 años. Una noche hice el amor con una chica en las duchas del pabellón deportivo de un pueblo del Levante. Fue mi primera vez. Desde entonces jamás he sabido de aquella muchacha. Tal vez a ella le ocurra lo mismo. Aparte del placer de aquel momento, sólo recuerdo una cicatriz que en forma de cruz o de estrella llevaba en el dorso de su mano derecha. Si eres tú, no dudes en ponerte en contacto conmigo. Quisiera agradecerte en persona, físicamente, aquel tu gesto tan generoso de darme la oportunidad de haber perdido la virginidad. Nos vemos.
Tan sólo un día bastó para que el numerito rojo de un nuevo mensaje le avisara a Agripino que su llamada había tenido contestación. El texto decía:
¡Hijo de la gran puta! De haber sabido que eras tú quien hiciste el amor aquella tu dulce noche, jamás me habría casado contigo. Llevo durmiendo a tu lado, más de treinta años sin saber que, cuando yo apenas era una chiquilla, me la pegaste conmigo misma. Y tu mientras, durante todo ese tiempo, sin darte cuenta que en la mano llevo marcada una estrella. Mi desvirgado esposo, cuando esta noche vuelvas de tu flamante zapatería, no esperes encontrar en casa a tu Cenicienta. Adiós para siempre, hasta nunca, Agripino de mierda.

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