lunes, 21 de noviembre de 2016

La Convalecencia




Cuando no es por hache es por be. Lo cierto es que a partir del día en que Felipe Mortisano entró a formar parte del Jubitata Club, se encamina cada vez más a sitios como este. El que hoy se hable tanto de envejecimiento activo, saludable y sostenible, se deberá sin duda a las calorías que gastamos para llegar a estas instituciones, -dice para sí quien se hace acompañar de un bastón de avellano que le regalara su nieto por su setenta cumpleaños el once del mes pasado.

El señor Felipe no sabía, al menos no sospechaba, que los hospitales estuviesen tan abarrotados. De un tiempo a esta parte, este hombre encorvado, de pelo ralo y orejas caídas, (no olvidemos que ya va para los ochenta), se ve inmerso en una espiral de consumo, un consumo sanitario, relacionado sobretodo con la calidad de vida. Mientras se dirige al hospital de La Convalecencia, continúa conversando consigo mismo:
A los médicos, se les llena la boca con el ripio calidad de vida ¡como si esta frase fuese un abracadabra que espantara a la muerte de un plumazo!
Mortisano, últimamente, cuando no es invitado a una muestra de prótesis de cadera de tercera generación, es seleccionado para graduarse la vista, para ser objeto de un tacto rectal y así cerciorarse que no es víctima de un cáncer de próstata, o como la última consideración que han tenido los de Amplifón de citarlo el lunes que viene para hacerle una audiometría sin coste alguno. O aquella otra, no hará más de un mes: Palmolive le avisó para una revisión dental. Hace poco, también recibió la visita de un empleado de la funeraria con la que mantiene una póliza más de nueve lustros. Le ofrecieron por sus largos años de asegurado unos servicios como primicia: ser usuario de un horno crematorio climatizado, biodegradable y provisto de tecnologías muy avanzadas.

Este otoño, Felipe Mortisano se fatiga más de la cuenta. Se detiene ahora unos minutos para reponerse en un banco de piedra del Paseo del Malecón, frente al Palacio Almudí; pero sus pensamientos no descansan. Lía un cigarrillo con la habitual parsimonia placentera que le adorna la expresión absorta de su cara embelesada. Lo enciende. Tiembla, no sabemos si su mano, o el cigarro deslumbrado por la llama de la cerilla. Desde la Plaza de la Paja donde vive, hasta el barrio de san Juan, que es donde está el Hospital que tiene asignado, Felipe hace recuento de las múltiples propuestas que últimamente le vienen haciendo. Entre calada y calada y el rechinar estertóreo de su respiración entrecortada, recuerda ahora la última recibida, la de un clérigo. Traía el cura consigo unos papeles, a los que sólo faltaba una firma.
A cambio de la ridícula suma de ciento cincuenta euros, -mastica el enviado divino sus frases como si fuesen turrón blando-, podrá usted acceder a la otra vida debidamente preparado, incluido bula, extremaunción y santos óleos. Se trata, señor Mortisano, tan sólo de un piadoso estipendio. Y si además, antes de morir, solicita ser enterrado en uno de los nichos propiedad de nuestra Santa Madre la Iglesia, tendrá un descuento, cuya cantidad será destinada a una misa en sufragio de su alma.
Más de una vez este mismo señor Mortisano, cuando alguien le sacó el tema de su muerte, cortó en seco a su interlocutor, como ahora hace con el zampabollos del eclesiástico que tiene delante:
Yo no pienso morirme, monseñor, a mí me mataréis entre todos.
Felipe da la última chupada a su cigarrillo, endereza su cuerpo, haciendo palanca con su tutor de avellano. Y continúa camino calle Martínez Tornel, como lo hiciera con su cruz a cuesta Jesús el Nazareno a su paso por la Glorieta un viernes santo. Al cruzar el puente de Los Peligros, la bocina de un coche le advierte que el semáforo lo tiene en rojo. Y a Felipe le viene a los oídos el bronco repiqueteo de los tambores y las pitadas de las Burlas ancestrales de Semana Santa.

Felipe Mortisano llega por fin a los soportales del hospital de La Convalecencia. ¿El motivo? Una broncoscopia. La médico de cabecera se cebó con él:
Si no deja, señor Felipe, el tabaco, el tabaco le dejará a usted, más pronto que tarde.
En el reloj de la catedral son y media. Está citado a las diez menos cuarto. Por fin Felipe atraviesa la puerta del hall del centro sanitario. Alguien que estuviera a su lado, aún le oiría murmurar el ultimo vituperio que sale de sus indignados labios:
En momento de crisis, los pensionistas fácil pasto somos de las multinacionales.
Y si se cebó la doctora de cabecera con su bendita picadura de tabaco, ahora el especialista que le trata, al palparle el estómago, descubre una hernia cerca de sus partes. Lo envía a rayos para que le hagan una exploración más exhaustiva. Allí, sentado aguarda ahora su turno. Sus acartonados dedos no cesan de acariciar la empuñadura de su bastón tallado por las jóvenes manos de su nieto. Felipe Mortisano no deja su mente en blanco. Piensa que la vida es un esperar no sé qué y un no sé cuándo. Menos mal que una señorita se sienta a su lado, una chica tremendamente bella. Y Mortisano deja al momento sus tristes filosofías y se recrea en su esbelto cuerpo, un bello amanecer en calma tras una noche de tormenta. No cesa de contemplarla. Felipe sólo puede ver a medias la cara de la muchacha. Frente despejada, festoneada por unos rizos de púrpura que alfombran la tersura de su piel abrillantada. Los ojos, ¡ay qué ojos! Negros. La boca un pozo, pero no de terror, como el de Allan Poe, sino como aquel otro de agua fresca de la mujer Samaritana de los Evangelios. En ellos quiere zambullirse ahora Mortisano, sin que ella se dé cuenta, no sea que la chica se avergüence, los cierre y él no pueda apagar la sed que le atormenta. Felipe sigue pensando: aunque no me importaría que los cerrara, así yo dentro de ellos para siempre clausurado me quedaría.

La otra mitad del rostro de la muchacha, desde la nariz hasta la barbilla, lo lleva cubierto con una mascarilla de un verde suave. Felipe Mortisano se entretiene en averiguar qué habrá tras esa suave gasa: ¿cómo serán sus labios, su boca, sus dientes? La muchacha, de pronto, como si adivinase los interrogantes del señor que tiene a su lado, al instante se quita la mascarilla. Abre su bolso de mano, saca un diminuto espejo y un lápiz de carmín. Con la elegancia natural de una tarde cárdena de otoño se pinta los labios de un rojo carmesí a tono con el color de su pelo. La carnosidad y frescura de tan tierna boca ribeteada ahora por la sinuosidad de dos líneas jugosas y frescas, aún más cautivan a Mortisano. Para Felipe no hay nada más sexy que el momento del cómo una mujer lleva a cabo su atuendo, aseo y embellecimiento íntimo. Si antes, los ojos de esta muchacha fueron los orificios de luz de un puente por donde tuvo acceso el señor Mortisano al más precioso de los estanques de Unamuno allá por Castilla, ahora son estos labios encendidos el brocal de un aljibe en medio de un campo andaluz sembrado de amapolas.

Esta instantánea de la muchacha, siendo tan breve, pues enseguida volvió las chica a ponerse la mascarilla, es tan intensa y llamativa que lleva a Mortisano a la siguiente consideración:
Las mujeres, cuando se ponen guapas no lo hacen para engordar las pruebas de un juez cavernícola acusándolas de zorras o provocadoras. Tampoco lo hacen para agradar a sus esposos o parejas. Ni tampoco para seducir a un viejo verde como yo. Se arreglan para sentirse bien con ellas mismas, para saberse hermosas, para verse sanas ¿Acaso esta muchacha no se pinta los labios para ahuyentar los venenos que un mal día le entraron por la boca, y la tienen a muerte sentenciada?
El especialista, que acaba de ver a la chica, deja escrito en su historial clínico: Joven, 27 años. Alergia extrema. Estado grave. Recomendable: cuidados paliativos, así como sedación terminal.

Finalizada la consulta, el médico acompaña a la muchacha hasta la puerta, se despide de ella cariñosamente. La joven pregunta algo que nadie de los que están en la sala acierta a oír, el médico parpadea nervioso y sin decir palabra se limita a responder a la chica con un encogimiento de hombros. Felipe no anda fino de oído, lee los gestos más que los sonidos, sabe interpretar el silencio respetuoso del doctor.

Felipe sigue ahora con la vista a la muchacha, la ve pensativa y dudosa hacia la salida del hospital. Y cuando ya por fin la muchacha desaparece del todo, se levanta Felipe Mortisano de donde está sentado. Lleno de rabia, de un manotazo brusco, como quien se desprende de un ciempiés, lanza su garrote al suelo. Se sitúa en el centro. Eleva los brazos, quiere decir algo. Los pacientes, que llenan la sala, escuchan estupefactos las palabras que salen de la boca de Felipe Mortisano:
¡No es justo que esta muchacha, con tan sólo veintitantos años, dentro de cuatro semanas se vaya al otro mundo; y a mi, un decrépito octogenario, quieran retenerme aquí a base de exploraciones sin cuento! ¡Señores, no es justo!

No hay comentarios:

Publicar un comentario