jueves, 17 de noviembre de 2016

Yo no quiero ser poeta


La mujer adoraba la poesía, se enamoraba de lo último que leía, o tal vez de los rapsodas, sus autores. El marido sospechaba. Y por eso los celos de don Gabriel..., y ese querer demostrar a su joven esposa que él también podía ser poeta.

Y porque la quería, y no quería que se la quitara un vate de pacotilla, don Gabriel se matricula en un Taller de Poesía. Pronto aprende a rimar cabos de palabras, medir dáctilos, distinguir una vaca de un terceto, llamar la atención de una dama, aderezar el ritmo y su acento, seducir al lucero del alba.

Y una semana antes del cumpleaños de su señora, el marido cual sembrador de piedras, escribe letra por letra en una cartulina perfumada de jazmines transgenéricos un poema de regalo. Las palabras se le resisten, no florecen, revotan en el papel como en un frontón de púas retorcidas. Luego de tres horas de sudar tinta sin acierto, don Gabriel arruga con rabia el papel perfumado y lo tira a la basura.
Yo no quiero ser poeta. ¿De qué sirve regalar cuatro frases mojadas y contrahechas? ¡Misóginos los poetas, impotentes y egoístas, vanidosos que esconden su esterilidad en metáforas pulidas, cazadores de mujeres desprevenidas! Tras los versos no veo nada. Prefiero invitarla a salir, dar un paseo en la noche, ver como la lengua del mar besa la arena dormida y, luego, los dos imitar apretujados el abrazo de la luna en las hojas del naranjo rebosante de azahar.
Y fue cuando al día siguiente fue a hablar con el literato de papel primalight que dirigía el Taller de Literatura:
Señor, desapúnteme, que ya no quiero ser poeta. Yo no pago por mentir a una mujer soñadora. Yo, como aquel otro Gabriel de Hernani, maldigo la poesía. Prefiero enamorar a mi esposa con las cosas de la tierra.

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