sábado, 26 de noviembre de 2016

La guadaña afilada del tiempo




Estaba convencido que su escritura no era original ni creativa. Sus escritos: un comentario, el eco de libros con los que se alimenta. Y ese pasar por el tamiz suyo las sugerencias de letras ajenas le daban larga vida, se re-creaba, volvía a nacer. Y así en la lectura se reencarnaba hasta querer morirse para librarse del infierno de la vida. Pero el burlador del tiempo jugaba con él. Lo mismo le daba esperanza que le alargaba el sufrimiento.
El ardor de la esperanza sobrepasa la apatía de la desesperación... Pero, ¿qué tenía yo que ver con la esperanza? Era aquél, como digo, un pensamiento apenas formado; muchos así tiene el hombre que no llegan a completarse jamás.
Llovía al atardecer de un otoño invernal al paso de una procesión de muertos por doquier: Rita, Fidel, Marcos Ana, Antonio el de Filo... Todos de distinto corte; pero todos con su respiración igualmente cercenada. Los pies del lector: sobre un brasero eléctrico, bajo una mesa de camilla. Y sus ojos en pos de los horrores de otro pobre más, sentenciado allá por la Inquisición en un calabozo de Toledo.

Antes de leer El pozo y el péndulo, él creía en la inmortalidad; pero no en la infinitud del sufrimiento. El verde de las acelgas nunca desaparecería, las hojas del perejil jamás se evaporarían en el óxido de la nada corroída. Los glaciares tampoco se desmoronaban, convirtiendo en desierto los cascos polares. Sentía el planeta interminable, inagotable, festín sempiterno de un cumpleaños sin diciembres elevado al infinito. Antes de leer aquel cuento, nunca le pasó por la cabeza que la tierra un día podría desmayarse para siempre y que sus habitantes como pobres gorriones se quedarían sin su canto, sin agua, y sin su grano.

El lector, en la soledad apacible de su casa, confortablemente recluido, absorbe este cóctel combinado de inestabilidad y sosiego, permanencia, eternidad, trasiego y muerte. Y piensa que debe estar loco para ser tan insensible y sentirse solazado con las torturas y el horror que Allan Poe describe en este cuento. Tan cruelmente su autor detalla, analiza y se regala con el tormento, que parece una computadora infinitesimal, una resonancia magnética del dolor y de los miedos. Nadie como el autor de El cuervo para pormenorizar lo que el espanto, el vacío, el terror y la angustia pueden provocar en la conciencia y en el cuerpo humano. Y ese arte en conducir la trama y el suspense hacen que el lector se apresure sin pestañear al desenlace. Sea cual sea el final, el lector está deseando quitarse de encima tanto suplicio insufrible, ¡que acabe por fin esta historia! Allan Poe con su poderío esquizofrénico, saber, magia y misterio consigue infundir al lector la misma ansiedad y tensión que sufre, tanto él como su protagonista. Todos estamos locos. A todos la guadaña afilada del péndulo del tiempo nos devolverá la cordura.
La muerte hubiera sido para él un alivio, ¡ah, inefable!
Abrigado por la calma anónima, de un noviembre sin sobresaltos, el lector disfruta aterrorizado leyendo El pozo y el péndulo. Todo lo que le rodea, excepto el texto, rebosa quietud inmensa. Como si el tiempo se detuviera. En medio de tanta paz interior, casi palpa el fruto de la eternidad, esa rebanada de miel inagotable, lamida por los labios infantiles de un hombre gozoso con el aquí y su ahora. Y tan feliz se siente, que se cree inmortal. Pero al ver el leve dibujo del agua resbalar sobre los cristales, vuelve de nuevo a la temporalidad. Todo lo que empieza, acaba. La vida es tiempo, tiempo que corre y que le acorrala, tiempo que un día convertirá por desgaste y rotación a la Tierra en polvo, en nada; pero no será en balde, habrá valido el tiempo para, (¡menos mal!), dar fin al tormento, al hambre, o al menos tomar conciencia de la libertad arrebatada. La penetrante calma concentrada de la desesperación se esconde bajo las faldas de una mesa de camilla de la sala de estar de una vivienda de la calle san Pancracio de una pequeña ciudad de provincias.

El tiempo nos entretiene con la amargura de nunca atrapar el instante. Dicen que sólo existe el aquí y el ahora. ¡Mentira! Precisamente el ahora es lo que se le va de las manos a este otro protagonista, a modo de meta-cuento, parecido al reo aquel de la Inquisición de Toledo. El momento, como el agua, se le escurre y se pierde entre las piedras de sus riñones dolidos y asustados por el vértigo del péndulo. Y al hacer el lector un esfuerzo para retener con todas su fuerzas este pensamiento, es cuando sus neuronas le abandonan. Se ve obligado a dejar la lectura, huye de la fijación de estos escalofriantes párrafos, secuencias de dolor y espanto. Quiere salvarse, no sucumbir bajo las aguas irretornables de la eternidad de las letras, tortura de palabras procesales, que le mantienen atado al potro, a la mesa-camilla de los tormentos.

Quiere el lector zafarse de tanto horror y misterio, suposiciones y suspenses. Esta cansado de tanto Pit y de tanto Pendulum. No sabe si lo que el condenado está sufriendo es real o imaginario. Aunque ¿qué más dan ambos conceptos, entidades o supuestos, si en el ánimo del lector producen la misma sensación? Este desconocimiento es precisamente la causa de su fatiga. El hombre necesita un respiro, dejar la lectura, tomar el aire fresco. La lluvia ha cesado. Se levanta, sale de la casa.

Desde hace ya más de quince años, cuando su mujer murió a causa de un edema agudo de pulmón, se vino a vivir a este bloque de viviendas protegidas de la barriada de san Pancracio. El hombre deambula ahora por la acera, aspira el aire húmedo de la noche. Se siente reconfortado en medio de la oscuridad serena. Después de quedarse viudo, no tiene a su lado mucha gente a la que escuchar. Tal vez por ello nuestro lector se quedara medio teniente. A partir de entonces se refugió en sus paseos, en la lectura como medio de comunicación, necesidad ésta imprescindible para todos los seres humanos, ya sean éstos sordos, prostáticos, ciegos o psicóticos.

Este otro protagonista, en paralelo al cuento de Allan Poe, conoce al dedillo el Mercado, el pequeño jardín de Las Serrerías, el patio del Instituto, sabe andar por estos alrededores con los ojos cerrados. La lluvia ha mojado la calle. De las moreras que circundan la plaza de Correos hay arremolinadas hojas secas, caídas, esparcidas por el suelo. No oye en tiempo real sus pisadas contra las hojas trituradas por las suelas de sus zapatos. El chasquido crujiente de las hojas aplastadas, debido a las prótesis auditivas que lleva tras sus orejas, medio cubiertas por la melena descuidada que le cuelga como velillo de lana, le llega en diferido. Tiene dificultad de significar al instante tanto el origen como el motivo de cualquier sonido. Sus pisadas por tanto se las atribuye a un extraño que escondido anda a su lado. Se gira, se revuelve para averiguar de donde vienen esos tristes crujidos de la hojarasca pisada. Oye sus pasos como si fueran otros pies distintos a los suyos los que caminaran. Mira a su alrededor, no ve a nadie.
No es que temiera contemplar cosas horribles, pero me horrorizaba la posibilidad de que no hubiese nada que ver.
Disimuladamente acelera el paso. Regresa, de nuevo a casa. Le trae más soportar con sus pies calientes el miedo imaginario de Allan Poe, que el miedo real desconocido.

Y de nuevo, ya instalado bajo la cubierta atrincherada de su domicilio, retoma la lectura de El pozo, allí donde poco antes la había dejado:
Supliqué, fatigando al cielo con mis ruegos, para que el péndulo descendiera más velozmente. Me volví loco, me exasperé e hice todo lo posible por enderezarme y quedar en el camino de la horrible cimitarra. Y después caí en una repentina calma y me mantuve inmóvil, sonriendo a aquella brillante muerte como un niño a un bonito juguete.
Y en este mismo momento, junto a la dulce sonoridad de las dos últimas palabras -bonito juguete-, oye el lector un extraño golpeteo. Mira a la puerta de entrada, (recordemos que el hombre vive solo). Para calmarse con la presencia amiga de su voz en alto, exclama: ¿hay alguien? Recorre el pasillo, mira por la ventana. Efectivamente, no hay nadie. Hasta que por fin ve un folio doblado en el suelo. Se alivia. Piensa que ese ha sido el motivo del chasquido que acaba de oír. El papel, tal vez empujado por el aire que viene de la chimenea, se cayera de la mesa. Se agacha para recogerlo. Y se da cuenta de una frase, una nota de las varias que el lector acostumbra a escribir como comentarios o reflexiones de sus lecturas:
Mientras no atravieses, no apures todo el sufrimiento, no podrás alcanzar el imposible placer de lo desconocido.
El lector ha llegado ya a la página más torturadora e irresistible del cuento. La afilada cuchilla del péndulo a punto está de seccionar el corazón del reo. Y en este instante más álgido de la desesperación y el miedo, una penetrante calma invade el espíritu del condenado. Luego vendrán las innumerable ratas salvajes a aumentar más, si cabe, este suplicio interminable, pero, ¡oh divina paradoja!, estos animales, con sus hocicos fríos y repugnantes serán los que desaten a la víctima de sus ataduras.

En este instante, es verdad, ahora sí. Llaman a la puerta. Es el vecino. Literalmente se cuela en la casa. Trae una botella de champán. Es su cumpleaños y viene a brindar con el lector. Éste, agradecido le felicita. Y al echarle la mano, ve en su vecino al mismo General Lasalle, aquel que librara a Toledo de la Inquisición.


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