Aquel escritor de teatro no tenía la paciencia para dar a su obra la consistencia y la ambientación, el lugar y, sobre todo, el tiempo que requerían sus actores. Para ser reveladores, elocuentes y dignos de ser tenidos en cuenta, los personajes le exigían más tiempo, tiempo que, según ellos, debería ir más allá del tiempo espacial y físico que duraba su aparición en aquella obra, que para más inri, se llamaba Tiempo eximente. Para desempeñar su papel con la profundidad, clarividencia y perspectiva que los hechos requerían, los personajes no se conformaban con un tiempo cualquiera, necesitaban la intensidad de un tiempo especial en el que los minutos parecieran no acabar nunca, y así ellos tuvieran tiempo de mostrarse al público tal como eran.
El escritor (que a su vez era también el director de la obra), precipitadamente arrebataba la vida de los actores, dándoles escasa duración a sus personajes. Y no porque la imaginación del escritor estuviera apagada, sino porque tanto su inspiración como su emoción (ambas solían visitarle al mismo tiempo), se parecían al chasquido de una botella de champán contra el estribor en la botadura de un barco. Su inspiración duraba lo que un relámpago. Breve, impetuosa y devastadora era su musa, para perderse luego, enseguida, en el fragor de un puerto de mar, acosado por el graznido de gaviotas hambrientas.
Los actores, viendo sus vidas tan mermadas, se sentían manipulados, prematuros abortos, ninguneados, piel de oso vendida antes de ser cazada. Y se veían a sí mismos incompletos, falseados, a medio hacer, desfigurados, coitos interruptus. Hartos de que sus días fuesen tan escasos y contados, (tan poco y tan mal contados), decidieron recurrir a Mefistófeles, y cual Fausto, vender sus almas, a cambio de perpetuarse a través de las páginas inagotables de aquel libreto. Pero el diablo en aquellas fechas, vísperas de Todos los Santos, estaba muy ocupado preparando las fiestas de Halloween. Así que de común acuerdo, los personajes abandonaron la página donde se hallaban. Y antes de concluir el último párrafo con el que se bajaba el telón, formaron todos una enorme barricada, un endemoniado escrache en las mismas puertas de la mente inspiradora de su creador literario. A gritos, con pancartas, todos protestaban:
Queremos perpetuarnos en saga interminable, como Harry Potter, como el Águila Roja, como los Rostov, como Maria Bolkónskaya. No queremos ser menos que los protagonistas de Guerra y Paz. Queremos que se nos dé el tiempo necesario para que los espectadores sepan de qué color tenemos el alma, a qué saben nuestros sueños, con quien hacemos el amor, a quien odiamos, cual es nuestro vicio más sagrado, la virtud más pecaminosa, cual es nuestra flor preferida...El tiempo también se equivoca. Como se equivoca la Historia alimentando la guerra en Siria, como se equivocaron los americanos en Irak, como la cagó Franco al sublevarse contra la República. Como se confundió Colón al descubrir las Américas. Como puede equivocarse también hoy el Parlamento de un pueblo votando a su Gobierno más corrupto. Como se equivocó Aznar, el otro día diciendo que el tiempo lo pondría en su sitio. Lo que en verdad quiso decir este prócer político es que el tiempo le daría la razón, no porque la tuviera, que jamás la tuvo, sino para ver las cenizas de su viejo belicismo sobreseído por el tiempo. El tiempo huye para borrar las huellas equivocadas que deja a su paso.
Los actores de Tiempo eximente se negaban a apurar sus papeles queriendo darle a la Historia la oportunidad de no equivocarse, de no esconderse bajo el pretexto de su propia premura, para así poner fin al procedimiento sancionador que les exculpara de sus delitos.
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