martes, 18 de octubre de 2016

E pur si muove




Aún los veo cabalgando
a lomos de una vieja moto,
despreciando la lluvia y el viento,
mensajeros del alba
y de la primavera,
como dos paladines los recuerdo.
(Juan Abenza)

Alain y Antoine creyeron que el mundo amanecería en aquella vieja estación. Desde el día en que los dos amigos decidieron pasar la noche en un vagón de la vieja gare du Prado, el horizonte de sus vidas quedó señalizado por una gran encrucijada que dividía la tierra en dos partes: la autopista del sol, la A7; o un tren de mercancías. Ambos caminos les llevarían a París. Tanto Antoine como Alain, vivían en Tolón, eran compañeros de liceo. Uno, pensaba graduarse en la Universidad de la Provenza como especialista en Historia de la Medicina. Al otro, a Antoine, le iban los números, los números y el reparto justo. Este último acababa de echar los papeles para matricularse en la Escuela Superior de Ciencias Económicas y Políticas de Nanterre.

Los amigos querían llegar en autoestop hasta las mismas puertas de la Sorbona. Querían conocer a los líderes de aquel movimiento universitario que le había plantado cara al capitalismo. En aquellos primeros días del mes de mayo del 68, su gran deseo era sumarse a las reivindicaciones obreras y estudiantiles que conmovían a toda Francia. Este era el momento, y no otro, en el que sus sueños de paz, justicia y cultura comenzarían a fraguarse. Haber dejado pasar el tren que la historia les ponía en sus manos, sería traicionar a sus conciencias. Nunca se lo perdonarían. Estaban obligados a tomar partido en aquella noble causa. No podían decir que no al dulce fuego de la revolución y el amor que la primavera de sus años jóvenes con pasión y premura les demandaba.

Los apenas 70 kilómetros que separan las ciudades de Tolón y Marsella, le llevaron toda la jornada. El recorrido que va desde La Ciotat hasta Cassis lo hicieron a pie. Nadie les paraba. Menos mal que el dueño de una camioneta, que surtía pescado a los principales hoteles de la Côte d'Azur los llevó hasta Marsella. Bajaron en la misma Place de Pologne, muy cerca de la estación del Prado. El día había sido duro. Los jóvenes estaban muy cansados. Eran ya casi las ocho de la tarde. El sol hacía rato que había dejado de alumbrar las pisadas de su agrietados pies. Antes de que la noche con sus cuchillos negros les cegara su orientación, debían encontrar un refugio. Desde el Boulevard d’Athènes, bajaron hasta la Canaebière para buscar el service de accueil que una buena mujer les había indicado. Por fin encontraron el Hogar de Les petits frères des Pauvres, pero el albergue ya estaba lleno y cerrado.

Entre las rocas del poniente y la parte antigua de la ciudad, el viento oprimía la vasta superficie del mar. La corriente de aire, desplegada en forma de pasillo, azotaba el cuerpo tambaleante de los dos jóvenes. En aquellas condiciones, imposible pasar la noche al raso. Caminaron pues hasta el Vieux Port, por ver si por allí encontraban unos soportales, un rincón bajo el cual cobijarse. Antoine, nada más divisar a lo lejos los herrumbrosos andenes de la estación exclamó satisfecho: 
Allí mismo. Ese no es un mal sitio para pasar la noche.
La verdad es que sí, -respondió Alain
Accedieron al recinto de las naves, una especie de arsenal donde los jóvenes dedujeron que los trenes averiados permanecerían en aquellas vías muertas, olvidados, esperando ser reparados. Al fondo, junto al muro que separa la estación de los altos apartamentos ahumados, estaba también aquella otra hilera arrinconada de vagones en desuso. Para no levantar sospechas, Alain decidió que debían entrar en el último convoy, el más alejado de las dependencias principales. Se quitaron las botas. Extendieron sus cuerpos rendidos sobre las carcomidas tablas del pavimento, colocaron los macutos bajo sus cabezas. Antoine, más resuelto y a la vez confiado, no tenía dificultad en coger el sueño. Por muy adversas y desconocidas que fuesen las condiciones que le rodearan, al momento se dormía como un tronco. A Alain, sin embargo, más fantaseador, aún siendo de carácter tranquilo y comedido, su dormir siempre fue complicado. Le costaba coger el sueño. Más de una hora, estuvo mirando por las ranuras de las tablas del cajón donde estaba tendido. Se entretenía en pensar cosas agradables, por ver si así, relajándose, se quedaba dormido. Ora se veía a sí mismo, como doctor, enrolado en una expedición de ayuda al tercer mundo, ora se imaginaba como miembro de un equipo de investigación tratando en desarrollar una vacuna contra el sida. Y mientras, Alain soñaba despierto, Antoine soñaba dormido haber hallado la fórmula distributiva del Producto Interior Bruto.

De pronto, Alain sintió que el suelo sobre el que estaba tendido, en medio de una algarabía de ruidos chirriantes, comenzaba a desplazarse como una carreta de bueyes por un camino de piedras de rambla. Alarmado traqueteó el cuerpo dormido de Antoine:
Despierta, Antoine, este vagón se mueve. Parece ser que estamos en plena marcha. ¿A dónde nos llevará este trasto?
Antoine con la templanza que a uno le queda, tras ser interrumpido violentamente mientras duerme, le dijo al sobresaltado Alain:
Vaya donde vaya este tren, no te preocupes, de nuestro objetivo no nos apartará. Hacia el mar no creo que se dirija. Así que allá donde nos lleve, más cerca estaremos de nuestro destino.
Han pasado ya más de cuarenta años de esta anécdota. Pues bien, a día de hoy, aquel tren que jugó al despiste con los dos amigos, aún se mueve, como se mueve la tierra alrededor del sol, como sigue moviéndose, a la luz tamizada de los años, aquella vieja-moto de Zaval hacia el jardín de las hespérides o a ese dignus amore locus de Petronio, al que uno siempre va, aunque nunca llegue. Pero, ¿qué más da? En la esperanza está ya la recompensa.



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