martes, 25 de octubre de 2016

LA CÁRCEL VIEJA HABLA. PRESOS DE LA MEMORIA



Julio del 72

Aquel día se levantó como siempre, a las siete de la mañana. Tenía que estar en el tajo a las ocho en punto. Trabajaba en una obra al lado de El Corte Inglés, en ese brutal edificio de hormigón armado y ventanas de madera, donde hoy tiene su sede el Banco Vitalicio.

Restregando sus párpados al día, que estrenaba su claridad por encima de los tejados de las casas de los panaderos, bajó perezosamente las empinadas escaleras del piso. Antes de atravesar el portal, se detuvo, como de costumbre miró la calle. Un seat mil cuatrocientos treinta, de color negro aparcado en la acera de enfrente. Dentro: cuatro personas de aspecto gris y entonación grave, llamó su atención. A esa hora de la mañana, nadie en un barrio obrero de la periferia de la capital, anda husmeando dentro de un coche, a no ser que sea la pasma a la caza de algún rojo incauto. De pronto sintió un fuerte retorcijón de tripas. Por aquel entonces aún no había sido operado de úlcera de duodeno. Los latidos al trote de su corazón también le alertaron:
¿Y si fuera la Secreta? ¡Seguro que vienen a por mí!
Confundido, indeciso, y sin saber que hacer, reaccionó de la peor manera. A pesar de haberse preparado para esta ocasión con folletos que le informaban cómo comportarse en caso de arrestos, interrogatorios y redadas, no le dio tiempo a disimular. Y en lugar de comportarse con toda normalidad o preguntarle cualquier cosa a los agentes de la Brigada Político-Social como decía el protocolo clandestino, se dio la vuelta, y subió de nuevo a toda prisa a casa. El miedo le delató. Eso creyó él. De antemano los guardias de paisano bien sabían a quién tenían que detener. Le echaron el guante en la misma puerta de la vivienda.
Somos policías, ha de venir con nosotros. Asuntos de puro trámite.
Ya conocía él de otras veces lo del puto papeleo. No hacía un año, cuando aquel viejo inspector se personificó en la obra donde trabajaba. Le obligó a que le acompañara alegando cierta irregularidad en su deneí. Cosa de pocos minutos -le dijo. Aquellos minutos escasos se convirtieron en treinta horas metido en aquel calabozo, tan sólo con una tenue luz de bombilla y una mugrienta manta atestada de pulgas, sin nadie con quien hablar, totalmente incomunicado y con un desconocimiento total sobre su detención.

La mera rutina de la gestión, esta vez, consistiría en una serie de interrogatorios largos y pesados, humillantes y disparatados, a destiempo, intermitentes, que iban desde el paternalismo y la fingida compasión, hasta las amenazas, la provocación y la coacción. Dos eran los que se repartían los interrogatorios. Uno se las daba de comprensivo y tolerante. El otro, de matón, insultaba, incriminaba sin fundamento ni fuste, forzaba al límite la delación de amigos y correligionarios. Los inspectores se simultaneaban como táctica, para acabar hundiendo moralmente al apresado. En resumidas cuentas: el joven fue acusado de propaganda ilegal, manifestación ilícita, incitación a la subversión por participar en un conato de manifestación con motivo del Primero de Mayo. Una manifestación que no tuvo ni siquiera cincuenta metros de recorrido. Los Grises con sus pitos, porras, persecuciones y carreras abortaron la marcha. El centenar escaso de manifestantes ni tiempo tuvo en desplegar sus pancartas, allí en la Plaza de santa Isabel donde habían sido convocados.
Así fueron más o menos los hechos, tan disparatados como simples, los que llevaron al muchacho aquel a esta Cárcel Vieja de Murcia, esta Prisión Provincial que hoy habla y da cuenta de la represión en Murcia hasta 1945, a través del Documental que Blanca y Jeanette acaban de presentar en la Filmoteca Regional de Murcia.
Atravesó varias puertas de hierro de grandes cerrojos y bisagras. Recorrió desolados y largos pasillos. Un funcionario le escudriñaba como guardián presto a la embestida, le escoltaba virtuosamente obligándole a caminar pegado a la pared. Fue conducido al Centro, así llamaban al garito, el puesto de mando. Desde allí se detectaba cualquier anomalía, de allí salían las órdenes e instrucciones pertinentes en cada caso. El joven experimentó una vasta sensación de violación, transgresión de su identidad. Cuando le cachearon, manoseando pesadamente todas las partes de su cuerpo, la indignación y la vergüenza corrieron desparramadas por los entresijos de su alma. Plasmó sus huellas dactilares en unos papeles amarillos. Le quitaron el poco dinero que llevaba, el carné, las llaves, las cordoneras, la correa. Estos trámites eran ejecutados de manera usual y rutinaria, pero no carentes de amonestaciones tajantes, rostros crueles, de aspecto satánicos y tratos bruscos. El oficial al cargo, al observar su fisonomía antimillitarista, le increpó duramente:
¡Póngase firme, y a un paso de distancia!
Como si de una serie de ritos y ceremonias se tratase, propios de cualquier secta seguidora del terror, la represión y la locura, el muchacho fue introducido aquella mañana en la Cárcel Vieja, fue investido como reo de una población que gemía por el aplastamiento de una bota tiránica, que lo mismo oprimía a los de dentro de la cárcel, como a los de fuera.

Con ojos airados y una gran manopla enfundada en su mano derecha, un funcionario atravesó la estancia con apresuramiento e insidia hacia una habitación cerrada al final del pasillo. El muchacho no se equivocó al pensar que aquel cuarto era el carambú, una celda de castigo, donde a base de golpes y porrazos, se daba curso y se mitigaban las reclamaciones de los presidiarios más contestatarios. Mientras legalizaban su situación de ingreso, tiempo tuvo de ver también a otro recluso chorreando sangre por la boca. Entre otras contusiones por todo el cuerpo, tenía el labio partido. El herido alegó que se había caído en la ducha. Lo que pasó en realidad es que en una reyerta había sido apuñalado por otro recluso con el rabo de una cuchara. Más allá, en un rincón de uno de los tres patios de la prisión, un señor mayor, grueso, con aspecto de boxeador, y a la vez, bruto e idiota, se dejaba besar los pechos por un muchacho indiferente y casi forzado, a cambio de vaya usted a saber qué. En su primer día de estancia en la Cárcel Vieja, el joven se hizo una idea de lo que le esperaba mientras durara su condena.

El también estuvo allí. Como también estaba allí aquel otro, que sin comérselo ni bebérselo, sin haber participado en ningún acto de protesta contra el Régimen de Franco, le cayeron trece meses de cárcel. Se encontraba este muchacho en el círculo cultural de su pueblo, viendo la tele. A esto que sale Franco en el NO-Do. De pronto, como quien gasta una broma a un amigo en su cumpleaños, este joven, al que nunca en en su vida se le hubiera ocurrido a levantar el puño, se atrevió, sin abrir su santa boca, a mofarse del Caudillo, alzó la mano, sacó los dedos índice y meñique de su mano, increpándole de cabrón. Como también estaba allí aquel otro, al que en un registro domiciliario no encontraron la propaganda subversiva que los secretas buscaban. Y sin más, le acusaron por tener colgada en la repisa de la cocina una carabina que le regalara su abuelo. Dijeron que tenía las mismas proporciones y diseño que el fusil con el que dispararon a Kennedy.

Luego, los días de internamiento de aquel joven al que ni siquiera le dio tiempo a desplegar una pancarta que decía: Viva el primero de mayo, finalizaron. Consiguió la libertad. El muchacho está orgulloso de haber pisado el mismo suelo, de haber compartido las mismas celdas, haber tenido los mismos sueños que los miles de presos políticos, represaliados, desposeídos, condenados a reclusión perpetua, fusilados, por defender los derechos humanos conculcados en su país. Ellos convirtieron en altar y estandarte las paredes, las rejas, los pabellones, los patios de este centro de represión y tortura. A ellos les agradece el muchacho las libertades que hoy tenemos, así como el deber de mantener encendida continuamente su llama. La libertad es un camino siempre a recorrer, nunca se acaba.

Domingo, 23 de octubre, 2016.

El muchacho aquel del año 72 acude hoy a la Presentación “LA CÁRCEL VIEJA HABLA. PRESOS DE LA MEMORIA”. En una secuencia final del Documental, descubre unas palomas picoteando alegres por el yermo y abandonado jardín de la entrada de la prisión. El tiempo que estuvo encerrado aquí el joven no tuvo ocasión de ver paloma alguna. Y recuerda ahora las palabras de Iliucha, un escolar enfermo, que antes de morir le dice a su padre en Los Hermanos Karamazov de Dostoievski:
Papá, cuando me entierren, echa migas de pan sobre mi sepultura. Así acudirán los gorriones, yo los oiré y será un consuelo para mí saber que no estoy solo.

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