domingo, 11 de septiembre de 2016

Plaza de la Cerámica




Después de aquel cuento Calores-que-matan, en el que una mujer atormentada (Juanita Plesim), cree haber matado a su marido, el escritor quiere reconvertir las mismas circunstancias de absurdo y estío de aquella historia, en este otro relato, no más cuerdo y justificado, en el que, entre otras cosas, un perro ufano se ve obligado a morder a un apesadumbrado peatón empobrecido.

Relatos ambos, igual de extraños. Los dos forjados en el yunque de las altas temperaturas en el que la inspiración chamuscada de quien escribe se alumbra y cuece a 44 grados, bajo la sombra de un parral en pleno agosto entre alucinaciones y calimas.

Y al igual que aquella esposa se convirtió, llevada de los nervios, en parricida imaginario por culpa de una fuerte ola de calor, Juan Corriente, que así se llama el hombre de este nuevo despropósito que aquí comienza, se dirige, bañado en sudores, a una de las oficinas que la Administración municipal tiene repartidas por una ciudad de la vega de un río que se resiste a morir a los pies de un mar cada vez más contaminado.

Los pormenores de locura, soborno, desesperación y desatino que envolvieron aquel incidente delante del local de la Policía, son los mismos que ahora se repiten en esta otra historia llamada simplemente Plaza de la Cerámica. El autor, incapaz de llamar la atención con un título más original, cual acostumbran los malabaristas del cuento, que engatusan a sus lectores con epígrafes lo sobradamente atractivos como para arrastrar al más reacio y perezoso al panal de sus letras, se limita a bautizar esta historia con las cuatro primeras palabras que dan comienzo a su relato.

Plaza de la Cerámica. Mediodía. Un calor insoportable. La estilizada chimenea de la antigua tejera, cañón de escopeta descargada, apunta a un cielo azul intenso, de nubes suaves. Hace tiempo que esta fábrica dejó de escupir por la corona de su torre destronada humos y peonadas, jornales enjutos que alimentaban a una docena de familias mal nutridas, al tiempo que la desagradecida explotación ladrillera embarraba los pulmones de los hombres que a diario encendían honestamente sus calderas. En el centro de la plaza, la sombra del asta empinada de la chimenea proyecta las horas del día sobre los pequeños bajos comerciales, algunos, todavía sin vender, que flanquean la esfera del reloj de la plaza. La fachada de la consejería de Bienestar Social, revestida de mampostería rústica, mira al poniente. Enfrente, según salimos por la puerta principal, un carromato a modo de churrería. Una zagala con dos hermosos rosetones en su cara brillante y enardecida da vueltas al contenido de un enorme recipiente de aluminio colocado sobre las estrébedes de una bombona de butano. La boca de la olla humea sabor a chocolate. Tiene la muchacha los ojos húmedos de la alegría, el color de las pupilas del amor.

A pesar de lo avanzado de la mañana, el sol aún no da de lleno sobre la gran cristalera rectangular que reviste el exterior de la segunda planta del edificio municipal. Un perro aseado y de buen porte, al parecer un fox terrier de pelo duro, aguarda postrado junto a una de las cuatro columnas del pórtico por el que ahora asoma un Juan Corriente envuelto con su timidez circunspecta y decidida. Este hombre, cual reza su apellido, es una persona del montón. Trabaja durante doce horas al día por un contrato de seis horas a la semana. Con lo que gana no tiene para llegar a fin de mes. Es padre de dos hijos pequeños. Y aunque, del restaurante donde trabaja, de las sobras se lleva la comida para la madre y los niños, le descuentan por este concepto y por el alquiler de cuchitril donde se alojan, propiedad también el dueño del negocio hostelero, doscientos y pico euros. A Juan Corriente, a pesar de andar todo el día fregando cacerolas y sartenes las cuenta no le salen. A fecha de hoy, el trabajador, en concepto de vivienda, comestibles y otros anticipos, le debe a su patrón más de lo que de éste percibe. Hoy es su día libre. Decide ir a ver a la trabajadora social por ver si pudiera saldar sus deudas con una pequeña ayuda de los servicios sociales.

Dentro, en el hall, el ambiente es fresco y acogedor. Un busto preside la entrada, tal vez el de un benefactor del pueblo, que bien pudiera ser el antiguo dueño de La Cerámica que donara sus destartalados terrenos al municipio a cambio de no sé qué prebenda, o ¿por qué no, -se pregunta Juan Corriente-, su actual jefe?, que también se las da de hombre pródigo con aquellos menesterosos que le rentan tranquilidad e indulgencias a su alma de perdón necesitada. Tanto el bigote poblado que le cae satisfecho por la comisura de los labios, como los labrados rizos de tribuno que le cubren las orejas, le llevan a Corriente a sacar la conclusión: un mismo aire de suficiencia y mecenazgo conmiserativos rodea el áurea de todas estas esculturas que, cual el semblante de su emprendedor restaurador, tienen el mismo rictus a la vez altisonante y melindroso.

El agente de seguridad le indica al usuario el ascensor: ¡Primera planta a la derecha! Cinco mesas llenas de expedientes se reparten una alargada sala. Las paredes están cubiertas de carteles que aluden, desde la violencia de género, al programa de las fiestas patronales, a como donar sangre, o a qué teléfonos llamar en caso de que alguien quiera dejar de fumar. Juan Corriente tiene que esperar su turno. Le faltan más de diez puestos para ser atendido. Está cansado. Cierra los ojos. Alguien que mirara su cara, adivinaría lo que en estos momentos sueña este hombre vulgar: tener lo justo sin tener que recurrir a vender su sangre para reclamar lo que es suyo. Pero en estos tiempos de crisis, la dignidad y los derechos laborales son carnaza para los buitres. Juan Corriente se ha quedado dormido. Sueña que es un pequeño granjero, cuida de sus gallinas. Luego regala los huevos que recoge entre bomberos, guardias de tráfico, jardineros y demás operarios que componen la corporación municipal al completo.

La funcionaria de la mesa C vocea varias el número que Juan Corriente sacó de la máquina al entrar a las oficinas. Se despierta. Y en lugar de dirigirse a exponer su solicitud, se dirige escaleras abajo. Sale confundido del edificio municipal, como si una indisposición intestinal lo arrastrara rápido a un lugar más recatado e íntimo donde él pueda evacuar su indigestión, el esperpento de su situación laboral incomprensible y paradójica. Y el mismo cinismo de aquel Arbeit macht frei, (el trabajo te hará libre), que recibía a las víctimas del campo de concentración de Auschwitz, la misma desvergüenza y sinsentido que a gitanos, judíos, masones y librepensadores le costó la vida, es el que ahora hace correr a Juan Corriente como un loco puertas afuera. Antes de salir, deja el impreso de su solicitud de ayuda sin rellenar en la peana del busto del principal patrocinador de la ciudad.

En el pórtico, el fox terrier de pelo duro aún sigue allí, tan elegante y pulcro. Juan Corriente, aturdido como va, sin querer, le pisa el rabo al perro. El can se revuelve y le muerde a Corriente en el zapato.

Y el cuento acaba bien o mal, según se mire, como aquel otro de Chejov (El camaleón). Y así dependiendo quien fuera el dueño del perro, o el agredido peatón incauto, terminará esta historia: con un perro galardonado, o un Juan Corriente en los calabozos, por atreverse a pisar el rabo al lustroso perro del primer teniente de Alcalde.

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