viernes, 16 de septiembre de 2016

Julián Andúgar




Los protagonistas: una fuente de sardinas a la parrilla acompañados con unos buenos tragos de vino, un plato de higos verdales recién cogidos, unos michirones con jamón y chorizo y, sobre todo, el afecto actualizado de unos viejos amigos de trincheras, al abrigo de un trozo de huerta recién regada con olores a espliego, limoneros, orégano y hierba buena.

Tras unas jornadas insoportables de calor, la mañana se despierta generosa. Bajo la sombra de las moreras, el clima no es tema de conversación como en días anteriores, que el mercurio no bajaba de los 45º. Y esa sensación de no sentirse uno acosado por las altas temperaturas de las últimas semanas aporta al almuerzo la serenidad indispensable para la armonía y el buen trato. Tanto las privaciones extremas como el confort desmedido se convierten en fuente de intranquilidad y disputas. El dulce vacío de circunstancias tanto adversas como favorables es el mejor obsequio que la naturaleza prodiga a los humanos.

Pero, no vengo yo aquí a dar el pedo con estoicismos, meteorologías ni puñetas. Sólo quiero dar cuenta de una anécdota, un pequeño trozo de historia, que anclado quedó en el pasado. Hoy, unos amigos han traído gratamente a mi ardiente memoria, bajo el nombre agradecido de Julián Andúgar, aquel hálito comprometido, hijo de una familia humilde de agricultores de Santomera. Y aquel poeta social y socialista, al ya no estar, (murió un 13 de setiembre de 1977), se hace, si cabe por ello, más presente ahora entre nosotros. No me gustan los homenajes ni las pleitesías; me figuro que al autor del soldado del violín tampoco. Pero no está bien ser desagradecidos. Es por eso que al menos quiero aquí dejar constancia que allá por el invierno del 76, este hombre combatiente del bando republicano, herido, prisionero y exiliado, un día tuvo la sensibilidad de convidar a unos desconocidos y anónimos represaliados por el Régimen de Franco. Y son sus labios abrasadores de ausencia los que en esta mañana de luces y camaraderías nos declaman aquel soneto de La soledad y el encuentro que le dedicara su vecino santomerano al orihuelano Miguel Hernández:
Ahora cuando me vaya, amigo mío,
vecino de mi casa y sus frutales,
casi pared por medio a mis corrales,
no sé que haré yo solo por el río.
Simplemente habíamos quedado. Sin motivo ni agenda. Pero, en el fondo todos bien sabíamos de la urgencia de ese encuentro: no querer jamás desencontrarnos, y que el olvido y los días no aplastaran nuestra amistad bajo los pedregales de un tiempo sin retorno.

Y entre bocado y bocado, brindis, alborozos y nostalgias, bajo las sombra de dos moreras, retrotraemos las aspas del reloj hacia aquellos años en los que compartimos la misma lucha contra la dictadura y un común empeño por la instauración de las libertades sindicales. Fuera de complacencias y petulancias, uno de los comensales entona ahora los versos de Machado: Nunca perseguí la gloria / ni dejar en la memoria / de los hombres mi canción.

La tertulia da para mucho, pero como lo mucho no es nada, sino se precisa y reseña, aquí viene ahora el recuento de algo que en el almuerzo sale a relucir sin más pretensión que la mutua satisfacción de unos viejos amigos por haber vivido juntos la resistencia contra la injusticia.

Elda (Alicante). 25 de febrero. 1976. Teófilo del Valle Pérez, veinte años, muere en una manifestación por la defensa de un convenio digno en el sector de calzado. El joven es acribillado en plena calle por los disparos de la policía. Los que en esta mañana celebrando estamos nuestra amistad, indirectamente nos vimos implicados en la ola de solidaridad generada por aquel suceso. Como militantes obreros afiliados a un sindicato clandestino, (las centrales sindicales no se legalizarían hasta el año siguiente, 27 de abril de1977), disponíamos de una pequeña caja de resistencia. El caso lo requería. No lo dudamos. Decidimos desplazarnos hasta Petrel y entregar una cierta cantidad de dinero, símbolo de nuestra camaradería sindical, a la familia del joven asesinado por los grises.

De regreso, paramos en Alicante. Nos habíamos quedado sin tabaco. El coche en el que nos desplazamos era grande, lujoso, como esas limusinas aparatosas de los americanos. No queríamos levantar sospechas como simples menesteroso prestos a ser interceptados en el primer control de tráfico. En una calle aledaña al primer kiosko que vimos, aparcamos el vehículo. El que conducía se quedó junto al coche. El resto, tres de nosotros, de repente, nada más atravesar la avenida, fuimos sorprendidos por una patrulla de la Policía Armada. Allí mismo, fusil en mano, nos pusieron esparragados contra la pared, nos cachearon, y a empujones, junto con un grupo numeroso de estudiantes y obreros, nos metieron esposados en una de aquellas lecheras que en fila contorneaban el perímetro del recorrido de una manifestación de la que nosotros éramos completamente ajenos. Fuimos detenidos. En ningún momento nos pusimos nerviosos. Sabíamos que aquello no iba con nosotros. Pero si en los interrogatorios les daba por hurgar más allá de aquel fortuito percance, nuestros antecedentes darían motivo para otros encausamientos y represalias más graves y con efectos a terceros.

Ya en los calabozos, las pulgas de las mantas, nada más vernos, saltaron de alegría. Recuerdo que alguien socarronamente citó a Galileo diciendo aquello de: E pur si muove. Es cierto, las mantas corrían, daban vueltas como galgos por las celdas, de los chinches que albergaban. Tampoco se quedaban atrás las porras de los guardias. Uno de los detenidos, por ser diabético, se quejaba de un fuerte bajón de azúcar. Alguien de nosotros llamó al guardia pidiendo algo de comer para el compañero que se retorcía de dolor postrado en el suelo. La respuesta, un enorme trompazo en la cara de ese alguien, (uno de nosotros), que de no cerrar la boca se hubiese tragado hasta las llaves del calabozo que el agente llevaba en la mano.

El compañero que se quedó junto al coche vio toda la redada. Enseguida notificó el hecho. Luego el aparato movió los hilos, avisó a nuestras familias, abogados y demás militantes para que se pusieran a resguardo. La intendencia, el protocolo aconsejado en estos casos se puso en marcha. Transcurridas las horas precisas fuimos llevados al juez. El resultado: feliz. Los tres compañeros puestos en libertad.

El traer aquí este incidente no es otro sino homenajear a Julian Andúgar. Este buen hombre sencillo, de quien yo antes nunca supe su nombre, apareció en nuestra salida del juzgado. Se empeñó en pagarnos en un bar cercano una invitación para celebrar nuestra libertad. Y hoy mismo, por boca de uno de los viejos amigos reunidos aquí en la huerta, me entero de que aquel Julián Andúgar, oficial por aquel entonces del juzgado de Alicante, y autor de entre otras obras como La soledad y el encuentro, accésit del Premio Adonáis, son la misma persona. Gracias, poeta.



1 comentario:

  1. ¡Qué bien mueves la pluma, amigo Juan! Pienso que guardas en lo más recóndito de tu santo corazón muchas anécdotas de tu etapa juvenil, cuando luchabas con tus amigos sindicalistas por implantar la libertad derrocando un sistema tirano criminal. Dale suelta a la lengua y a la pluma para que el pueblo se entere de la negrura de aquel túnel del tiempo que pudiste atravesar lastrando dádivas a tus camaradas que cayeron a manos de las infames y criminales manos de los grises. Un abrazo, luchador.

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