Lamentándose por haberse dejado llevar por su irreflexiva ligereza, reescribió de nuevo el artículo. Opekú añadió al texto corregido una nota subrayada en verde fluorescente que decía:
Las palabras a veces me llevan por senderos que repudio. Y es tanta su explosión y virulencia, que a veces no sólo a mí me escandalizan, sino que pueden llegar a herir las creencias de venerables y apóstatas.Y al enterarse Opekú que yo era uno sus lectores más escrupulosos y timoratos, tuvo a bien comunicarme las contradicciones en las que a veces se veía al redactar sus escritos. Esta vez, -me decía-, antes de que las palabras salieran de mi pluma, he procurado, amigo lector, traspasarlas por mi conciencia. Pero aún así, no sé si he logrado ser sincero conmigo mismo.
Y esta fue la misiva que recibí de Opekú de la que me siento muy honrado por su confidencialidad y franqueza:
Regreso yo también, caído del caballo de Damasco, por los mismos caminos de vuelta. Y voy dando tumbos desde mi ateísmo primigenio a la religiosidad otrora de mi maternal infancia.
La muerte me acerca a los Castillos de Kafka, a las Moradas de santa Teresa, al Minotauro del El Laberinto, a los postulados insolubles, esos argumentos infumables y enigmáticos que a la Esfinge de la Inteligencia siempre le estarán vedados. ¿O tal vez su evidencia los convierta en irrebatibles?
Y así, en tan sólo transcurrir unos minutos, puedo llegar a ser tan versátil y diferente, que logro ser llanto y risa, sequedad y lluvia. Lo mismo levanto los puños como un venado en plena berrea, que agacho el cuello como una gallina hipnotizada. Y tan distinto me siento, que no me reconozco. Y ni siquiera conciencia tengo de mentirme a mí mismo, por haber sido, unas veces, monje: otras, libertino; otras, terrateniente y okupa, creyente y anarquista, desahuciado y banquero. Y lo mismo aplaudo a Oswaldo Reynoso, cuando dice que declararse agnóstico es una cagada, (lo más sincero sería llamarse ateo), que me decanto por las palabras de Dostovski: veo el sol, y si no lo veo, sé que brilla.
Con los años, la altivez de mi mente se desmorona, se recluye y me abandona. Mis neuronas ya no se renuevan ni encienden. Y la robustez de mi antigua resistencia se deja llevar por el sentimentalismo. La prístina clarividencia vuelve a su fragilidad natural, innata y misteriosa. Y busca mi corazón tonto los arrumacos y cariñitos de cualquier cosa, con tal de endulzar esta amargura y el sin sentido de las postrimerías que (más pronto que tarde) me sumergirán a las Lagunas de Estigia.
Después de acabar de leer la carta de Opekú, volví a mirar dentro del sobre, una manía que tengo de buscar donde ya sé que no hay nada. Y allí, en un post-it, encontré esta última anotación:
Tal vez, dentro de la psicología de la vejez, haya que destacar como nota distintiva, la religiosidad como complemento y compensación al desengaño, la frustración y la experiencia. La loca razón de la creencia. O con las mismas palabras de aquel otro escritor que dijera: "Credo, pero no sé en qué".
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