lunes, 20 de junio de 2016

La muchacha de los auriculares morados




Aquella tarde, el aire del poniente sacudía los cipreses hasta doblegar sus copas contra el sombraje del huerto del tío Vicente. El chirriar alocado de una veleta desconsolada, sobre la cruceta más alta de la casa, atemorizaba mis oídos, cual el respirar de una culebra cascabel. Yo vivía, allí, con mi abuela, en la tercera planta de ese edificio. Por el color de la fachada le llamábamos la casa amarilla. Abajo, había un bar en el que también vendían pan, frutas y verduras. El sol abrillantaba las vías del tren, parecía un limpiabotas dando lustre a los raíles que corrían paralelos a las hileras de las cepas de la vid. Por la parte de atrás, a unos cincuenta metros de la bardiza exterior del parterre de la casa, circulaba de vez en cuando una locomotora, seguida de unos vagones de mercancías en dirección al norte. A sus bramidos, así como al tufo, a sus pitadas, al humo y a la carbonilla, estábamos todos acostumbrados. De tanto tener el ferrocarril junto a nosotros, lo considerábamos como nuestro. No le teníamos miedo. Pero tanta confianza, a partir de aquello, se convirtió de pronto en confusión y espanto. Espanto que, a lo largo de mi vida, siempre llevaré conmigo.

Recuerdo que eran las 17 horas, las cinco de la tarde, el momento fatídico del día en que las merlas y el gavilán, suelen salir a merendar. Casi siempre algún tordo que otro caía destrozado encima del tejado por un ave más aviesa. De pronto escuché un estampido. No pensé en el tren. Sólo pasaba una vez por la mañana. Tras todo un día de intenso calor, poco habitual para aquella época del año, la atmósfera se calentaría tanto, que la tarde nos sorprendió con una fuerte ventolera. Asocié el estallido al fuerte viento desencadenado. Me asomé a la ventana por ver si de alguna de las acacias que daban al patio interior de la casona se había desprendido alguna rama. Tal vez fuera ese el motivo del pavoroso estruendo que yo acababa de escuchar.

No hay nada que me asuste como escuchar un ruido y no saber su procedencia ni tampoco su naturaleza. Es como ver una cara sin orejas. Aún recuerdo aquel día que mi abuela haciendo pan, cogió un trozo de masa, moldeó un muñeco para que la dejara tranquila trajinando a su aire en la artesa. A mi abuela le encantaba amasar. Lo sabía por la manera que metía sus dedos en la harina, con ese placer dulce y derretido que se le escapaba de sus labios en forma de luminosa sonrisa. Ella creería que el monigote de masa acabaría por entretenerme; pero nada más ver yo aquel muñeco sin expresión alguna, sin ojos, ni orejas, me eché a llorar desesperadamente. Los niños de antes, como los de ahora, éramos imprevisibles.

Cuando voy a visitar algún museo con esas cabezas destronadas, y que por orejas tienen una simple hendidura, vuelven de nuevo a mi recuerdo los monigotes tristes, sordos y anónimos de mi abuela. Para mí una cara sin orejas sigue siendo el diablo en persona. Ya no lloro como antes, pero me cuesta mucho digerir ese bolo de espanto que se atasca en mi garganta.

Luego, que atravesé la infancia, recorrí también mi juventud sin poder aclarar las razones de mi desasosiego. Cada vez que contemplo a una persona sin orejas, con sus oídos tapiados por cascos o auriculares me llevan los demonios. Y de tanto tener conmigo el miedo, la turbación y la tristeza acabé también haciéndolos míos, como aquellos silbatos del tren que yo escuchaba por detrás de la casa de mi abuela.

Recuerdo, que la tarde del tiempo intempestivo aquel, unos hombres, abajo, resguardados por el toldo del bar, se jugaban a las cartas los cafés. Ellos fueron los primeros en darse cuenta de la tragedia. Por supuesto, no fueron las ramas quebradas de las acacias las que trajeron a mis oídos el golpetazo que tanto me conmovió. Vi como los hombres, de golpe, se levantaron de la mesa y se dirigieron corriendo por debajo del puente a la estación del tren. Bajé yo también a toda prisa los tres pisos por las escaleras quejumbrosas de la casa amarilla. Quería conocer el motivo de aquel estallido. Cuando llegué a la cuneta del ferrocarril, sólo vi el cuerpo tendido de una muchacha tapado con una sábana blanca. A su lado yacían los auriculares morados que llevaba puestos, cuando el tren la estampó contra el muro de piedra que bordea el huerto del tío Vicente. También vi el huracán convertido en afligida máquina entre el espanto y el humo. La locomotora, sin saber qué hacer, gruñía parada unos metros más adelante. El transistor de la muchacha, ajeno e indiferente en el suelo, aún emitía aquella canción rapera de los Chicos del Maíz:
Siguen sangrando las venas del pueblo
siguen cerrando colegios
han convertido estar explotado en un privilegio...
Nadie de los que allí nos encontramos, incluido el médico, el juez, el alcalde, el cura, el tío Vicente y los hombres del bar, ninguno nos atrevimos a apagar aquel aparato de música.


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