miércoles, 6 de abril de 2016

El loro de Flaubert





Un vapor de azur ascendió al cuarto de Felicidad. Adelantó la nariz aspirándolo con una sensualidad mística; luego cerró los ojos. Sus labios sonreían. Los latidos de su corazón se fueron amortiguando uno a uno, más tenues cada vez, más espaciados, como un manantial que se va agotando, como un eco que se va extinguiendo; y cuando exhaló el último suspiro creyó ver en el cielo entreabierto un loro gigantesco planeando sobre su cabeza.
Un corazón simple. Gustave Flaubert


Era lo mismo ateo que creyente, musulmán que budista. No es que no tuviera fe o dejarla de tenerla. El nunca se había parado en marear la perdiz de las creencias.

A la edad en que los jóvenes despiertan a la filosofía, su hijo le dijo un día: Papá, ¿tu crees en Dios? Pregunta tan simple cogió de improviso al padre. Recibió tal interpelación como muestra de reverencia. Pensó que su contestación tal vez pudiera condicionar el futuro del hijo. Si no el futuro, tal vez sí el sentido de su existencia. Así, pues, tomó en serio las palabras del hijo, y se dispuso a responder con la mayor de las franquezas.

El caso es que, a fuer de ser sincero, el padre no tenía puñetera idea de Dios. Y si alguna vez durmiendo soñara que algo en el mundo mereciera la pena, al momento despertaba desilusionado. Y se dijo a sí mismo como si hablase con su mejor amigo:
¿Y si la fe fuese sólo una predisposición genética? Así como hay individuos más capacitados para las matemáticas que para las letras, también los habrá más dados a la religión, ¡digo yo! Los hay que nacen hasta músicos y poetas.
Pero el sentido común le aconsejó no decir al hijo que la fe era cuestión de humores o de gustos. Escaparse con la excusa del relativismo apologético, que si el respeto o el derecho a la intimidad.., no le pareció lo más adecuado ¡Para una vez que el hijo confiaba al padre asunto de tan alta consideración...! La honestidad moral le obligaba a responder según su conciencia.

El padre sabe por experiencia que sus días corren bajo las nubes de la duda. No sabe si hoy lloverá o no. Y ¡si chove que chova! Tal vez el padre sea escéptico por vicio, por dopamina o por herencia gallega. Unas veces es Dios el que corre por sus venas, y otras el mismísimo Satanás el que le corroe la sangre.

El padre no se siente preparado para responder, pero piensa que está obligado a dar su opinión. Y le viene ahora al recuerdo aquel cuento de Flaubert, Un corazón sencillo. La historia acude como anillo al dedo. Quiere decirle al hijo que Dios puede resultar cualquier cosa. Hasta un loro mal disecado, con el ala rota, y el buche desarreglado pudiera ser el mismo Espíritu Santo. Basta que el corazón simple de una buena mujer como Felícitas, la criada de madame Aubain, se sienta unido y acompañado al corazón de un pájaro, para que Dios se le revele en forma de ave como padre, guía, valedor o compañero.

Y con la cautela propia de quien no está seguro de nada, de ser un apóstata, un panteísta o el beato más creyente, el padre le dice ahora al hijo:
Las cosas, hijo mío, no son lo que son, son cual nosotros las sentimos. La idea que puedas tener de Dios responde a todo; como cualquier cosa puede resultar ser también tu ídolo, así pues hijo mío, abre bien los ojos. Siéntete hermano de todo lo que existe, de las gallinas, de los gatos, de la montaña, del sol y de la luna, como también, y sobre todo, de la mujer y del hombre. Es la única manera que conozco para convivir feliz con las dudas.

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